La necesidad de liderazgo
La figura del líder es una constante en las sociedades humanas desde que tenemos registros históricos, y muy probablemente desde la aparición del ser humano como especie, el homo sapiens, hace ya más de 300.000 años. Como muchas otras de nuestras características, se trata de una herencia de nuestro antepasado más remoto: el mono, y, como ellos, tenemos algunos individuos dominantes que controlan al resto, a la vez que suelen quedarse con los mejores recursos.
En principio, como pasa con la mayoría de las cosas, esto no es ni malo ni bueno por sí mismo, sino que su carácter positivo o negativo viene de las consecuencias que tiene nuestra forma de implementarlo. Para cualquiera que se moleste en leer algo de historia, queda claro que el liderazgo y la dominación han estado ligados siempre a la violencia y el abuso; el afán de poder ha traído consigo la aparición de la esclavitud, la servidumbre o el genocidio, y hasta los aspectos que suelen considerarse positivos de tener un gran líder provienen del uso de la guerra para expandir el territorio y conseguir riquezas por el expeditivo método de quitárselas a otros, muchas veces acabando con ellos de paso. En la actualidad, al menos en lo que respecta a lo que podemos llamar el mundo civilizado, parece que la cosa se ha suavizado bastante, aunque seguimos empeñados en mantener el viejo esquema jerárquico incluso en ámbitos tan nimios como las redes sociales, dónde los llamados influencers son consultados como oráculos para saber cómo vestirse, cómo maquillarse o incluso cómo pensar.
Y no es que el ser humano sea precisamente un modelo de obediencia; el común de los mortales tiene una tendencia muy marcada a hacer lo que le sale de las narices, sin pararse demasiado a medir las consecuencias; e, incluso cuando decidimos ser obedientes y seguir las directrices, no es raro que nuestra interpretación de las mismas, o la simple incompetencia, nos aleje en mayor o menor medida del camino marcado. Así pues, no es un impulso incontrolable a obedecer lo que nos mueve a seguir a un líder, sino más bien razones un tanto más pragmáticas: esperamos sacar tajada al hacerlo. El mito de que “la unión hace la fuerza” nos lleva a buscar algún grupo al que unirnos, y la mayoría de las veces un grupo, sobre todo si es numeroso, no puede funcionar sin la figura del líder, porque acaba inevitablemente en un sinfín de luchas internas que lo desintegra en pequeñas facciones.
La famosa fuerza que nos promete la unión no es algo tan bonito y sencillo como les parece a algunos. La presión social de los grupos, por ejemplo, muchas veces consiste en extorsionar al prójimo con amenazas más o menos veladas o simplemente en hacer el bestia. Cuando la gente se une por otros motivos más constructivos, como sacar adelante un proyecto, está claro que las posibilidades de éxito dependen de la capacidad de los miembros del grupo; una empresa no puede funcionar bien si sus empleados no tienen la preparación suficiente para abordar con éxito sus tareas y colaborar de manera productiva, por mucho que su líder sea un genio. Al efecto que se produce cuando colaboran una serie de individuos y consiguen un resultado mayor del que derivaría de la suma de los esfuerzos individuales se le llama sinergia, y estamos acostumbrados a pensar que esta sinergia siempre es positiva; pero un montón de incompetentes colaborando lo que consiguen son sinergias negativas, un resultado peor que el que se esperaría si cada uno actuase por su cuenta.
Los individuos competentes y bien preparados generalmente tienen iniciativa, por lo que solo necesitan del liderazgo por motivos de organización, y no es necesario que éste sea muy fuerte para que las cosas funcionen, pudiendo estar menos concentrado en uno o unos pocos miembros, o incluso cambiar en función de la tarea a realizar. Por el contrario, los menos preparados, o incluso los más asilvestrados, necesitan de líderes fuertes y carismáticos que los aten corto. Muchos de estos grupos acaban siendo conducidos al desastre, como todos conocemos por las historias de sectas que terminan con el suicidio de sus miembros y la huida de su líder con todo el dinero, o el fracaso de países enteros bajo regímenes populistas. Los experimentos grotescos como el fascismo o el comunismo son un buen ejemplo de esto, aunque en la actualidad tenemos todavía muestras de estos proyectos ilusorios, y parece que cada vez más gente se siente atraída por los cantos de sirena de movimientos que prometen soluciones fáciles para problemas difíciles, debido en buena medida al fracaso de las supuestas personas sensatas y moderadas que han asumido el mando para llevar a su pueblo a la tierra prometida del estado del bienestar.
La necesidad de liderazgo fuerte denota incompetencia, de la misma manera que el autoritarismo, la necesidad de ser guiados por las ideas de otros, denota ignorancia. Dado lo extendidas que están estas características, podría parecer que nuestra especie es la más estúpida que existe; sin embargo, esto no es así en modo alguno. Todos los seres humanos tienen un alto potencial debido al tremendo desarrollo de nuestro cerebro, aunque en muchas ocasiones esto se queda en el plano de lo potencial y no llega a hacerse efectivo. Por otra parte, debemos ser la única especie social que acepta de buen grado el liderazgo, sin necesidad de que haya que recurrir a la violencia para imponerlo; nos encanta ser seguidores de alguna persona o colectivo: cantantes de moda, actores, equipos de fútbol o partidos políticos, aunque, por supuesto, siempre que obtengamos o pensemos que vamos a obtener, algo a cambio.
Todo esto viene derivado de una tendencia natural muy marcada en nuestra especie: la necesidad de dominación. Podemos ver la dominación como una dimensión en la que en un extremo se sitúan los amos y en el otro los siervos; no es que una cosa sea la contraria de la otra, sino más bien las dos caras de una misma moneda. No es extraño que los siervos se acaben convirtiendo en amos, o que los amos sean siervos a su vez de otros amos. Esto está relacionado con la percepción de las relaciones sociales como una cuestión de poder y de mando; dominar a otros nos hace sentir poderosos, a la vez que reduce la posibilidad de ser dominados. En este aspecto, tendemos a convertir al prójimo en instrumentos a nuestro servicio, algo que, aplicado a nosotros, solemos rechazar de plano. Esto no es más que una muestra de debilidad. Lo contrario a ser un siervo no es ser un amo, sino una persona independiente y autónoma. El mejor partido que puede sacar una persona de otra no es la servidumbre, sino la colaboración, y las personas independientes pueden colaborar con éxito debido a que, para ser independiente, hace falta tener recursos personales, que solo se pueden conseguir trabajando por y para uno mismo.
Solemos decir de nuestro sistema político actual, la democracia, que es el peor sistema político, si exceptuamos a todos los demás, en una especie de muestra de ese humor derrotista que tanto nos caracteriza en muchas ocasiones. Creo que la democracia no solo es el mejor sistema político que existe, sino el único que le corresponde a una especie como la nuestra. El problema es que también es el sistema más exigente que existe.
Muchas veces parece que pretendemos hacer que algo sea bueno simplemente poniéndole un nombre con connotaciones positivas, pero construir una democracia no es una simple cuestión de denominación y apariencia; requiere de una alta capacitación política de todos los ciudadanos, o al menos de la mayoría, si queremos hacer válido el principio de la soberanía popular, que es el fundamento de todo el tinglado. Esto significa que los ciudadanos en una democracia no deben ser ovejitas sumisas ni contestatarios tiránicos, sino personas independientes y preparadas capaces de una colaboración altamente eficiente. Esto quiere decir que el liderazgo en un sistema así es una simple cuestión técnica y de organización, nada más alejado de la realidad, donde nuestros líderes están intentando fagocitar todos los aspectos de la vida y todas las instituciones a través de los partidos políticos, cuya finalidad, más que representar, parece ser dividir a la ciudadanía, enfrentándola en grupos cerrados dominados por la ideología, una forma de “dictablanda” que nosotros somos muchas veces los primeros en fomentar e incluso aplaudir con las orejas.