Paradojas autocontradictorias
Las paradojas son un conjunto heterogéneo de ideas o proposiciones que se consideran opuestas a la lógica o al sentido común. De entre todas ellas se pueden destacar aquellas formadas por enunciados que se contradicen a sí mismos de forma circular, también llamadas antinomias. Estos enunciados han constituido un verdadero quebradero de cabeza para los filósofos desde bien antiguo, y han llevado incluso a cuestionarse la validez universal de la lógica clásica y a desarrollar sistemas alternativos para sortearlos.
Puesto que voy a hablar de lógica, resulta conveniente dejar claro a qué me refiero con esta palabra en este artículo. Solemos utilizar este término con una cierta ambigüedad, refiriéndonos a ámbitos del razonamiento muy dispares que, siendo similares, en realidad no se pueden mezclar. Está claro que, en términos generales, entendemos por lógica el uso de una serie de reglas para generar nuevos enunciados válidos, o para comprobar la validez de enunciados ya existentes. La validez de un enunciado tiene que ver con su valor de verdad: un enunciado verdadero sería válido y uno falso no lo sería. Consideramos que esto es importante a la hora de aceptar o rechazar un argumento, siempre que no nos salgamos del terreno de la lógica. La primera dificultad que encontramos está precisamente en este punto, en la definición de un concepto aparentemente tan intuitivo como la verdad. Por increíble que pueda parecer, se trata de un problema que ha traído de cabeza a los filósofos desde siempre, y que todavía no se ha podido resolver de manera convincente. Al nivel en el que nos comunicamos las personas en nuestro día a día, en el que la lógica se identifica con lo que llamamos “sentido común”, a menudo resulta muy difícil, por no decir imposible, separar lo verdadero de lo deseado o de lo simplemente creído. Solemos hablar además de entidades y conceptos abstractos que no existen en la realidad, o que al menos escapan a nuestra comprensión, o de cuestiones cuya validez cambia con el tiempo y con las circunstancias. Nuestro lenguaje, el lenguaje natural, resulta además enormemente ambiguo, y para muchos conceptos existe una versión diferente para cada persona. En este ámbito, hablar de verdad y de lógica resulta tan ambiguo como hablar de cualquier otra cosa. Solo es posible enunciar verdades triviales, y hasta eso puede ser discutible, por lo que no me voy a referir a este nivel al hablar de paradojas.
Cuando queremos utilizar el lenguaje con mayor rigor, por ejemplo en ámbitos técnicos o científicos, debemos realizar una cierta formalización del lenguaje, que consiste en definir los términos que vamos a utilizar de la manera más clara y completa posible. También se suelen dejar de lado cuestiones indecidibles o entidades sobrenaturales, ciñéndose el discurso a aquello que se puede comprobar de alguna manera. El problema en este ámbito es que seguimos utilizando el lenguaje natural, que continúa conllevando a pesar de todo una ambigüedad de la que resulta imposible desprenderse.
Tenemos que descender hasta el nivel de la lógica formal, la lógica matemática, para encontrar sistemas en los que el rigor en el uso del lenguaje puede ser máximo. Por este motivo, este nivel resulta el mejor punto de partida para analizar la validez de las paradojas. En concreto, me voy a ceñir a la llamada “lógica clásica”, que se caracteriza, entre otras cosas, porque los enunciados solo pueden ser verdaderos o falsos. La lógica formal tiene poca capacidad expresiva, no se pueden expresar demasiadas cosas con ella, y esto es precisamente lo que la hace rigurosa a la hora de manejar el escurridizo concepto de verdad. Se puede extender para hacerla más expresiva, como sucede al pasar de la lógica de primer orden a la lógica de segundo orden, pero esta ganancia en expresividad conlleva la pérdida de importantes propiedades lógicas. En cualquier caso, este es el nivel del que voy a partir, por resultar el terreno menos resbaladizo a la hora de tratar con un concepto tan problemático como es el de las paradojas. En concreto, me voy a centrar en las antinomias, los enunciados que se contradicen a sí mismos de manera circular.
Quizás una de las más antiguas y simples es la llamada paradoja del mentiroso, que se puede expresar como “esta oración es falsa.” Si lo que dice es verdadero, entonces es falsa, y si es falsa, entonces es verdadera. Parece un escollo insuperable que pone en cuestión la premisa de que todo enunciado solo puede ser o verdadero o falso, la ley del tercio excluido, considerado un axioma fundamental de la lógica clásica. Tanto es así, que ha llevado a desarrollar sistemas lógicos que admiten más de dos posibles valores de verdad, incluyendo algunos en los que se admiten diferentes grados de verdad o incluso un valor nulo, las llamadas lógicas no clásicas.
La única forma de rechazar este problema parece ser negar la validez del enunciado. “Esta oración es falsa” no es realmente un enunciado lógico válido, simplemente porque su valor de verdad no puede ser expresado por el propio enunciado. Esto es algo muy habitual también en nuestro día a día, en el que frecuentemente pretendemos que algo sea verdadero o falso simplemente porque nosotros lo afirmamos o lo negamos. En este sentido, habría que separar “esta oración” de “es falsa”, la falsedad se decidiría desde fuera, analizando la validez de “esta oración”, que realmente ni afirma ni niega nada, por lo que no es ni siquiera una proposición. Cualquier otra forma de expresar esta paradoja, como por ejemplo “estoy mintiendo” se puede reducir a “esta oración es falsa,” por lo que se le puede aplicar el mismo principio. La verdad no es el enunciado, sino una propiedad del enunciado.
No todas las paradojas son tan inocentes como la del mentiroso. Tomemos, por ejemplo, la famosa paradoja del barbero, que, resumida, más o menos es así: “existe un barbero que afeita a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos, y solo a esos.” La paradoja viene de preguntarse si entonces el barbero se afeita a sí mismo, porque si lo hace no se cumple el enunciado, pero si no lo hace, tampoco se cumple. Obviamente, podemos decir que simplemente no existe tal barbero y, por lo tanto, no existe tal paradoja, o que simplemente dicho barbero está excluido de la regla. En el mundo real resulta muy sencillo hacer esto, pero, volviendo al mundo de las matemáticas, una versión de esta paradoja tuvo consecuencias importantes y desgraciadas para el lógico Gottlob Frege.
Frege es un personaje muy importante en la historia de la lógica y las matemáticas. Se le considera el padre de la lógica formal moderna y de la filosofía analítica. Uno de sus principales trabajos, el que iba a convertirse en su obra cumbre, pretendía deducir la aritmética a partir de las reglas formales de la lógica. Después de largos y laboriosos años de trabajo, cuando estaba a punto de publicar la conclusión de su obra, una carta escrita por el filósofo Bertrand Russell le echó encima un jarro de agua fría al invalidar uno de los axiomas sobre los que se apoyaba todo su sistema. Russell lo hizo utilizando precisamente una versión de esta paradoja, pero adaptada a las matemáticas, a la teoría de conjuntos; la cuestión es que se puede definir un conjunto, el conjunto que contiene a todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos, cuya existencia resulta imposible. A quien le interesen las implicaciones de esto tendrá que navegar por los enlaces que he ido dejando para investigarlo, pero el caso es que, en matemáticas, esta paradoja es perfectamente válida, y no se puede rechazar de la misma manera que puede hacerse en el mundo real con el caso del barbero. En matemáticas, una contradicción puede (y debe) echar por tierra toda una teoría, a pesar incluso de que las teorías constituyen las leyes de las matemáticas. Nada comparable a nuestras leyes humanas, siempre plagadas de contradicciones y de incoherencias, y de empecinamiento en conservarlas.
Otra paradoja curiosa de este tipo es la paradoja de Berry, también dada a conocer por Bertrand Russell, que consiste en preguntarse por “el menor entero positivo que no se puede definir con menos de quince palabras.” Como esto ya constituye una definición, y tiene catorce palabras, resulta que ese número no puede existir. La paradoja reside en el hecho de que, con menos de quince palabras, se pueden construir un número finito de definiciones, y por tanto definir un número finito de enteros, por lo que, quitando estos números, todavía nos quedará un conjunto infinito del que podemos encontrar el mínimo, y por lo tanto dicho número debería existir. Hay que tener cuidado, porque estamos hablando de definiciones que definen, cada una de ellas, a un único número, de lo contrario no existe ninguna paradoja. Aun así, resulta muy sencillo encontrar una solución: n es “el número siguiente al n-1” (por ejemplo: 5 es el número siguiente al 4), siempre, claro está, que consideremos que un número, escrito en cifras, es una palabra, aunque también podemos hacerlo expresando la solución en un lenguaje que use una sola palabra para expresar cada número, un lenguaje con infinitas palabras.
La conclusión que yo creo que se deriva de todo esto es que las paradojas siempre son evitables de un modo u otro, incluso en niveles tan bajos como el de los lenguajes formales. De lo contrario, denotan fallos en nuestras teorías e interpretaciones de la realidad, algo parecido a lo que ocurre con las falacias. En la vida real podemos aceptarlas sin mayor problema como acertijos y divertimentos, pero nunca tomárnoslas en serio. Donde existe una paradoja existe un error de razonamiento, en el mundo de la posverdad y el populismo, es mejor no perder esto nunca de vista.