Ideología
Aunque hay mucha gente que siente un gran aprecio por ella, pienso que la ideología es a las ideas lo que las hermanastras a Cenicienta. Frente a la reflexión, la crítica y la libertad de pensamiento, la ideología suele ofrecer dogmas, consignas y eslóganes dentro de un conjunto cerrado de ideas.
Para comprobar hasta dónde nos puede llevar la ideología, podemos recurrir por ejemplo a El mito del siglo XX de Alfred Rosenberg, un libro bastante infumable dónde se expone, basándose supuestamente en hechos históricos, que todo lo bueno que ha hecho el hombre lo han hecho los germanos y todo lo malo los judíos, “negroides” y demás ralea, que se han dedicado a contaminar a los pobres arios porque son unos degenerados. Este libro era de obligada lectura para las juventudes nacionalsocialistas, lo cual no deja de ser una especie de penitencia por adelantado, conociendo los resultados de semejante ideología. En el polo políticamente opuesto, y de más fácil lectura, está El libro rojo, de Mao Zedong, una colección de citas que, por lo visto, hay que aprenderse de memoria y repetir hasta la náusea en todos los medios, según reza la propia introducción. No tienen desperdicio.
Si hay algo que caracteriza al ser humano y lo diferencia del resto de animales se trata de la habilidad tecnológica y su capacidad de manejar ideas de todo tipo. Con lo primero no suele haber problemas, excepto por las polémicas que resultan de la sustitución de ciertos puestos de trabajo por máquinas. Pero en general el uso y fabricación de herramientas es algo que le encanta a gente de todo tipo y nivel cultural. Con el tema de las ideas y el conocimiento la cosa ya se pone más fea, y parece que nos da bastante pereza el adquirirlas y trabajarlas para desarrollarlas plenamente.
Puesto que por mucho que nos empeñemos no podemos evitar pensar, y el pensamiento genera siempre creencias y guía la toma de decisiones, los dirigentes de todos los tiempos se han dedicado a proporcionarnos una visión simplificada y cómoda de asimilar de las cosas, orientada siempre a facilitar la manipulación de las masas, lo cual no deja de poder verse como una muestra de responsabilidad, si tenemos en cuenta cómo se las han solido gastar las masas a lo largo de la historia.
En los tiempos más primitivos se utilizó para ello el pensamiento mágico, que pronto derivó en la religión. Durante mucho tiempo las religiones han sido algo de obligado cumplimiento y no existía la opción de no abrazarlas, algo que solía acarrear la tortura o la muerte del librepensador. No deja de ser un truco muy ingenioso la idea de que el dios o los dioses de turno no castigan directamente al pecador por sus pecados, sino a la comunidad, o incluso a la humanidad, entera, idea que podéis ver expuesta por ejemplo en Las veladas de San Petersburgo, de Joseph de Maistre, contra la revolución francesa. De esta manera, uno se asegura de que toda la comunidad se va a convertir en una especie de policía o soldado atento a las desviaciones del dogma, por la cuenta que les trae. Aunque se han producido, por ejemplo, tremendas guerras de religión entre católicos y protestantes, ambos estaban de acuerdo en una cosa: lo peor que hay en este mundo no es alguien que abrace la religión contraria, sino un ateo.
Pero afortunadamente existen dos factores que impiden que se pueda imponer eternamente una forma de pensamiento simplificado que permita controlar la sociedad desde arriba. Por un lado, existen y existirán siempre personas a las que esto no les basta y se empeñan en desarrollar, aun poniendo en riesgo sus vidas, formas de pensamiento enriquecido que permiten ir más allá de los dogmas y doctrinas mediante el escepticismo y la crítica (me refiero, claro está, a los filósofos y científicos, no a los ideólogos de la competencia). El otro factor es la corrupción. El control absoluto conlleva un gran poder, que junto a la riqueza excesiva constituye una fuente de decadencia y corrupción aparentemente inevitable.
Se suele pensar que los cambios sociales en aras de la libertad se deben al denodado esfuerzo de un grupo de valientes opositores que se enfrentan a un poder absoluto y logran vencerlo tras una larga y heroica lucha, pero lo cierto es que esto solamente es viable cuando el propio poder se ha encargado de cargarse prácticamente todas las bases del estado y se encuentra lo suficientemente debilitado para que la siempre débil oposición tenga posibilidades de éxito. Se podría decir que los vicios privados hacen las virtudes públicas, como se expone en el libro La fábula de las abejas, de Bernard Mandeville, un libro altamente recomendable, aunque descatalogado, pero que aún se puede encontrar en librerías de segunda mano, como la librería Alcaná, a un precio razonable.
Los grandes pensadores y científicos nunca han sido muy afines a la idea de poder (el mito del científico loco que quiere dominar el mundo es solo eso, un mito), y el común de los mortales siente una gran pereza por las ideas profundas y complicadas, así que, una vez destronada la religión del poder, lo que ocupó su lugar no fue la filosofía y la ciencia, sino la ideología política, una versión de la religión desprovista de la parte divina, que viene a ser ocupada por el líder o líderes (aunque normalmente no es buena idea tener más de uno). Los dogmas, consignas y doctrinas se basan muchas veces en ideas elaboradas por grandes pensadores (preferiblemente muertos), que se convierten en las autoridades que apoyan a los aguerridos líderes, a quienes no arredra ni siquiera un libro voluminoso, que a su vez generan la versión infantil de las mismas, que es la que les suele llegar a sus sufridos seguidores, siempre desbordados por su trabajo, que no les deja ni un instante libre para ocuparse de desarrollar plenamente sus propias ideas. Se trata de otra muestra más de autoritarismo.
Dejando aparte, por grotescas, las ideologías totalitarias, que han tenido (espero) su cénit en el pasado siglo XX, podemos centrarnos en las ideologías políticas más o menos moderadas que se manejan en nuestras flamantes democracias modernas, donde, al menos en teoría, prima la diversidad y se permite la disidencia. En cierto modo, esto resulta más inteligente, pues permite agrupar a la gente según sus preferencias y esto facilita la labor de los que se consideran encargados de la política. La cuestión es que, aparte de agitar banderitas y jalear las consignas de los líderes en los mítines políticos, y pelearnos con los oponentes a base de tuits, me da la sensación de que sinceramente queremos tener voz y voto reales en los asuntos públicos, es decir, aspiramos a poder ejercer una acción política real desde la pura ciudadanía, sin que esto signifique que tengamos que estar afiliados a un determinado partido o ideología política.
El problema está en que, normalmente, los partidos se reparten las ideas de manera que forman conjuntos cerrados y, a poder ser, disjuntos, que les permitan crear una identidad diferenciada (una marca comercial, vamos), lo que hace que generalmente estén atrapados en sus propias redes y tengan muchos problemas para explicar a sus votantes (cuya opinión, curiosamente, parece importarles mucho a veces) que es necesario implementar una política “de los otros” en lugar de una “de las nuestras”. Si sumamos a ello que mucha gente parece no distinguir entre “ser del Betis” y “ser del PSOE”, por ejemplo, pues son cosas que se pueden heredar de familia por motivos sentimentales, sin mayores reflexiones, a las que hay que aferrarse contra viento y marea, o abrazan una u otra ideología por otras razones sentimentales similares, la confianza en que este sistema funcione decrece considerablemente.
Lo que hace buena una idea no es el sentimiento que despierta la ideología que la sustenta, no son las buenas intenciones ni el servicio a principios trascendentes como la justicia o la tradición, sino la buena gestión, y esto es una cuestión técnica, no ideológica. De hecho, la supeditación a una determinada ideología, al igual que la droga, puede entorpecer notablemente la capacidad de un buen gestor para tomar buenas y valientes decisiones. El ejercicio de la política, al nivel que sea, debe ser un ejercicio de responsabilidad, no de buena fe, pues en este caso sí que es cierto que los pecados de unos pueden afectar a la comunidad entera, y para ser responsable hay que estar formado, informado y, sobre todo, ser libre, algo que la ideología no facilita precisamente.
Así que, como recomendación final, no te preocupes del punto en el que estés ahora, no tiene importancia desde donde empieces, trata de informarte, discutir con otros y leer todo lo que puedas, sobre todo de gente que piense diferente a ti, para ejercitar tu capacidad de crítica. No tengas miedo a acabar estando de acuerdo con ellos, eso solo pasa al principio, no hagas caso y sigue y verás cómo, al final, entenderás a todo el mundo pero siempre tendrás algo que oponer o puntualizar, incluso cuando leas o escuches a aquellos que en un principio fueron “los tuyos”, en este momento ya estarás manejando las ideas y no la ideología.