Falacias: el falso dilema
En esta nueva entrada sobre el tema de las falacias en la argumentación voy a hablar de una muy común llamada el falso dilema, que consiste en presentar la cuestión que se está tratando como algo que tiene solo dos alternativas posibles, en un ejercicio de simplificación extrema para intentar derivar el objeto de discusión a un terreno ventajoso. Recordemos que una falacia no es un argumento falso, sino un argumento mal construido o uno que usa la lógica de forma incorrecta.
A pesar de lo burda que pueda parecer la estrategia, se trata de una de las falacias más extendida y utilizada, a pesar de ser bien conocida desde muy antiguo. Deriva directamente del concepto de verdad, entendida como verdad absoluta: Puesto que una afirmación solo puede ser verdadera o falsa, toda afirmación constituye per se un dilema, por lo que solo puede haber dos posturas a dilucidar.
El problema con esta versión simplista e infantil de la verdad lo podríamos enunciar de manera informal diciendo que el contenido de verdad de una proposición es inversamente proporcional a la cantidad de información relevante que dejamos de expresar en ella. Dicho de otra forma: para que una afirmación sea estrictamente verdadera debe ser una perogrullada o, más finamente, ya que estamos hablando de lógica, una tautología. También ayuda bastante que lo que se diga, o aquello que sea necesario para apoyar lo que se dice, pueda ser demostrado. Para aquellos que son poco amigos de los tecnicismos, y prefieren basarse en un autoritarismo acomodaticio, puede parecer que toda proposición es demostrable de alguna manera, pero esto es incorrecto; existen proposiciones que son indecidibles, es decir, resulta imposible demostrar si son verdaderas o falsas. En lógica formal se puede recurrir al Teorema de incompletitud de Gödel para entender por qué, cuando un sistema lógico gana en capacidad expresiva, pierde la posibilidad de llegar a deducir cualquier proposición válida de los axiomas del sistema (que es lo que se conoce como una demostración). En el campo de la física, la rama de la ciencia con más posibilidades de verificación empírica, podemos recurrir a la teoría del caos para entender que un sistema complejo, como es por ejemplo la sociedad, es intrínsecamente impredecible, por lo que la mayoría de las proposiciones sobre “lo que va a pasar” o “lo que hay que hacer” son indecidibles por naturaleza.
Ante esto, lo primero que se le ocurre a todo el mundo es llamarte exagerado y empezar a hablar de cosas sacadas de quicio, de que si nos ponemos tan estrictos no se puede llegar a ninguna conclusión sobre nada. Pero esto es equivalente a pasar del concepto de VERDAD pretendido al de “verdad” efectivo, un reconocimiento de que las cosas no están tan claras como pretendemos que lo están. Cuando uno está en el bar charlando con los amigos, es cierto que ponerse en plan estricto es solo una forma extemporánea de tocar las narices, y un buen motivo para no volver a quedar con el tocapelotas de turno la próxima vez; pero, cuando se habla de cosas importantes, como en política, por ejemplo, esto tiene una relevancia sustancial. Lo curioso es que, existiendo la posibilidad de ser rigurosos, al menos en la medida que nuestro grado de conocimiento actual permite, no seamos tan exigentes respecto al discurso político como lo somos, por ejemplo, respecto al diagnóstico de nuestro médico. Quizás se deba a que en lo primero pretendemos poder participar, mientras que en lo segundo sabemos que más nos vale no hacerlo.
Podría pensarse que estos dilemas se nos presentan siempre como una burda elección entre un planteamiento benévolo, moderado y sensato (el nuestro) frente al contrario, malevolente, radical e irresponsable (el de los demás), pero esto no es así; existen muchas formas de presentar un falso dilema, una de las cuales es presentar como únicas dos opciones que benefician por igual al que las propone, pero una de las cuales perjudica más al que tiene que hacer la elección, o bien parece que con ella se le hace una concesión. El mundo de las estrategias comerciales está repleto de falsos dilemas que utilizan una opción como señuelo para que te decantes por la otra. Aunque esto puede parecer un invento de los caraduras y las malas personas para engañar a las pobres y tiernas almas cándidas que constituyen el 99% de la especie humana, lo cierto es que se trata de un pie del que todos cojeamos, tanto en el sentido de intentar colarlo como de que nos lo cuelen. Todos estos sesgos cognitivos parten de tendencias pertenecientes a la naturaleza humana más básica, por eso funcionan tan bien y están tan extendidos. Todos tendemos a tratar de optimizar lo que hacemos, y el lenguaje no es una excepción, también pensamos que lo que está claro para nosotros lo está para los demás, y preferimos a priori las explicaciones que entendemos y nos suenan bien; que luego resulten ser buenas, ya se verá.
Podemos indagar algo más sobre la cuestión de los falsos dilemas. Por ejemplo, en el terreno de la ética y la moral, resulta muy común quejarse de las personas que ayudan o se preocupan de alguna manera por los animales, alegando la gran cantidad de personas que necesitan también ayuda. El reproche moral consiste en afirmar que dichas personas se preocupan más de los animales que de los seres humanos, como si fueran algo así como traidores a su propia especie; toda ayuda o recurso que se preste a un animal se le está negando a un ser humano que también la necesite, el dilema consiste en decidir entre ayudar a un animal o ayudar a una persona.
Se nos pueden ocurrir, y de hecho se nos ocurren, muchos más dilemas morales de este tipo. La moral es una fuente inagotable de dilemas, porque suele estar planteada siempre en una forma que contrapone el bien y el mal. Exceptuando quizás a los relativistas, todo el mundo piensa que existe un código moral superior (es decir, que existe independientemente de nosotros) y único, y, por supuesto, lo acepta y asume por que cae por su propio peso. El problema es que existen muchas personas que no lo hacen, y se empeñan en negar lo evidente, por lo que parece que existen muchos códigos morales diferentes, así que lo que es un dilema en uno puede no serlo en otro. Pero el caso es que lo falso no es el dilema, sino el código moral del que no lo acepta, o el del que lo propone.
A día de hoy, nadie ha sido capaz de establecer la autoridad necesaria para que se pueda afirmar de forma categórica que un determinado código ético es el susodicho código superior y que, por lo tanto, determinados dilemas morales son verdaderos o falsos (por supuesto, mucha gente cree que esto no es cierto). El caso es que hablar en este terreno de falsos dilemas puede parecer un poco arrogante, resultaría más adecuado decir “ese será un dilema que tienes tú, pero yo no lo tengo.”
Puede parecer que en el terreno de la ciencia la cosa cambia y la validez de los dilemas pueden resolverse a base de conocimiento aplicado, pero las cosas también se pueden poner un tanto difíciles, por ejemplo ¿estos dilemas son verdaderos dilemas o falsos dilemas?: Las teorías científicas describen fielmente la realidad o son meras herramientas para obtener resultados aproximados; la incertidumbre en la medida de dos propiedades complementarias de una partícula subatómica se debe a la interacción del aparato de medida con la partícula o es una propiedad intrínseca de la Naturaleza. Para decir que algo es un falso dilema basta con falsar una de las alternativas, probar que no son excluyentes, o encontrar otra nueva, de manera que deje de ser un dilema, pero no siempre es fácil, incluso teniendo la formación necesaria para hacerlo bien.
En cuanto a la política, resulta un cajón de sastre donde se combinan un poco todas las demás cosas: es muy importante, pero la tratamos como si fuera algo irrelevante, dedicándole una preparación escasa o nula incluso en el caso de dedicarnos profesionalmente a ella; posee su propia versión simplificada de la filosofía, la ideología, que incluye una ética y una moral también simplificadas; incluso posee su propia versión de la ciencia, las diferentes formas de negacionismo de todo lo que parezca atentar contra los intereses de algún grupo con suficiente dinero como para costearse su propio Walter White de los estudios técnicos. En nuestras democracias emocionales el simplismo y, por tanto, los dilemas, son moneda común, y también resulta difícil decidir cuando son falsos y cuando no. Pensemos en un caso que nos ocupa todavía en España: el derecho de autodeterminación, que se plantea como un dilema entre un referéndum para decidirla por las buenas, o una independencia declarada unilateralmente y por las bravas. Si esto se plantea como las dos únicas opciones posibles, es claramente un falso dilema, pero si se plantea como las dos únicas opciones aceptables por una de las partes, es un dilema en toda regla.
El falso dilema, al que parece que habría que añadir también el falso falso dilema, no es una falacia lógica, por lo tanto, sino que tiene que ver con la pretensión de intentar colar tu marco de referencia como si fuera el correcto, que es lo que lo convierte en falaz, pues no hay forma humana de determinar semejante cosa.