Sobre conspiraciones y modelos “como si”
La conspiranoia es un pasatiempo bastante extendido entre algunos sectores de la población en todos los lugares del mundo. Tenemos conspiraciones para todos los gustos: políticas, militares, económicas, industriales… incluso con extraterrestres incluidos. Aparte del aura de importancia, misterio y aventura que conlleva el sentirse parte de una conspiración, aunque solo sea como víctima, creo que la razón principal es que, de este modo, la culpa siempre es de los demás.
No cabe ninguna duda de que las conspiraciones existen en todos los ámbitos. Algunas conspiraciones tienen éxito, pero otras muchas no. Cuanto mayor sea la escala a la que se produce la conspiración y más gente esté implicada, más difícil es que salga bien y que se mantenga en secreto, de la misma manera que ocurre con las acciones destinadas al bien común, que salen rana muchas veces, independientemente de las buenas intenciones que se pongan en ellas. De hecho, si la ingente cantidad de teorías de la conspiración son ciertas y funcionan, resulta que la gente más inteligente y preparada del planeta está al servicio del mal y, si tu contestación es que eso es porque precisamente la mayoría de la riqueza del planeta está al servicio del mal, resulta que, cuanto más tienes de lo que sea, más miserable te vuelves, así que los que menos tienen, que parece ser que son los buenos, a lo que realmente aspiran es a poder acabar siendo tan miserables como el resto. No parece una imagen muy realista de lo que sucede en el mundo.
Existe una alternativa mejor a las teorías de la conspiración, aunque seguramente resulta bastante más humillante, y esa alternativa son los modelos “como si”. Un modelo es una especie de maqueta de la parte del mundo a estudiar de la que se ha eliminado toda la complejidad que consideramos superflua, y que nos permite, por lo tanto, elaborar teorías sobre el funcionamiento de lo representado que, posteriormente, si el modelo ha sido elaborado de forma correcta, se pueden aplicar con éxito al mundo real para entenderlo y actuar sobre él.
Un modelo no tiene por qué ajustarse perfectamente a la realidad. Desde hace tiempo existe un debate filosófico entre realismo e instrumentalismo. Los modelos pueden ser solo una herramienta para entender la realidad, no hace falta que sean una fotografía o un esquema exacto de lo que sucede. Aquí es donde entran los modelos “como si”. El mundo quizás no funcione exactamente como en uno de estos modelos, pero los resultados que observamos en la realidad pueden ser los mismos que los predichos por el modelo. Lo mejor es que las teorías que funcionan en estos modelos también pueden ser aplicadas con éxito en el mundo real. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la mecánica cuántica. Nadie tiene muy claro si el mundo es como lo describen los modelos usados en este campo, pero el caso es que las teorías funcionan y predicen con gran precisión, así que consideramos que el modelo es correcto, puesto que cumple con su cometido.
Por ejemplo, si nos fijamos con cuidado en la calidad y el contenido del debate político en la actualidad, podríamos llegar a sospechar que existe una conspiración, a nivel internacional incluso, para anular la sacrosanta voluntad popular, la voluntad del soberano, nada menos, acostumbrándolo a ser tratado como si fuera tonto de baba, de manera que acabe pensando en los temas candentes de manera totalmente simplista y superficial, si es que llega a pensar.
Recurriendo a un modelo “como si”, este mismo efecto se puede conseguir proporcionando una explicación alternativa a la conspiración, aunque quizá menos realista: la política, tomada en serio y con profundidad, resulta básicamente aburrida, interminable, y demasiado técnica y, por lo tanto, inaceptable, incomprensible o inasequible para el grueso de la población. Los políticos profesionales (en una democracia todos somos o deberíamos ser políticos) querrían poder lucirse, pero eso significaría alejar de la política a mucha gente, y eso no se puede consentir en una democracia que se precie, donde todos tienen derecho a participar, así que van ajustando el nivel a medida que ven que aumenta la desafección. Puede que intenten subirlo poco a poco, a ver si la gente se va acostumbrando y entre todos nos educamos políticamente de forma progresiva, pero no funciona, porque al pueblo se le ha prometido el estado de bienestar y la justicia (el pueblo siempre está sediento de justicia) y lo que quiere es eso, y no tanta palabrería. Así que el nivel baja y baja, e incluso echa de la política, debido a la frustración, a los buenos políticos, quedando solo los mediocres y advenedizos, lo que empeora el problema. El modelo “como si” nos deja la teoría de que “entre todos la mataron y ella sola se murió” (aunque, ¿quién quiere una teoría en la que uno también es culpable?)
Lo mismo sucede con el auge y el monopolio de las protestas como vehículo de transmisión casi exclusivo de la voluntad popular (entre votación y votación). Pedid y se os dará, exigid, y a lo mejor os cae incluso un poco más. Los políticos (profesionales) también funcionan a base de protestarse unos a otros, como para dar ejemplo; se pelean entre sí como garrulos en una discusión de tráfico. La obsesión por lo políticamente correcto (versión izquierda) o por llamar a las cosas por su nombre (versión derecha) parece que pretende neutralizar la posibilidad de una discusión adulta para suplirla con una babosada irrelevante e infantiloide. Pensemos en la diferencia entre un soberano que solo protesta continuamente porque no se le hace caso, se le engaña, y así no puede gestionar el gobierno, y otro soberano que cuenta con, y utiliza, toda la información necesaria para la toma de decisiones (transparencia) y que tiene a su disposición mecanismos efectivos para penalizar a sus gestores subordinados incompetentes o irresponsables (rendición de cuentas). ¿No parece de nuevo una conspiración, reducir los mecanismos democráticos básicamente a votar y protestar? Los modelos “como si” nos pueden dar una visión alternativa.
La transparencia implica dos consecuencias importantes: la primera es que, para entender y analizar unos datos, hay que tener formación, tiempo, interés y ganas; la segunda es que, todos esos datos se pueden distorsionar y utilizar de forma torticera en un contexto donde prima la ignorancia. Esto nos lleva a que la rendición de cuentas rigurosa puede acabar siendo un arma precisamente en manos de los enemigos del sistema, que no tienen ningún compromiso de honradez con el mismo y consideran legítimo, no sin cierta razón, utilizar los mecanismos del sistema contra el sistema mismo, para poner de manifiesto sus fallos e incoherencias. No es cierto que toda la ciudadanía sea incapaz de gestionar información, incluso técnica, sobre todo si colabora en redes de ciudadanos con mayor o menor preparación técnica, en las que se repartan las tareas para facilitar el análisis y contraanálisis de grandes volúmenes de datos. Muchos ciudadanos, como yo mismo, somos expertos informáticos, o economistas, o matemáticos. Pero la resultante a alto nivel de la sociedad en su conjunto puede ser, y no estoy afirmando rotundamente que lo sea, “como si” fuera básicamente analfabeta en este sentido, y la inundación de datos podría ser efectivamente utilizada en contra del sistema. ¿No resultaría irresponsable arriesgarse? Realmente, a los políticos (profesionales) no les hace falta ser ladinos y conspirar. Tienen argumentos honestos alternativos de sobra a su disposición.
Para terminar, decir que los modelos “como si” superan a la conspiranoia en el sentido de que permiten describir el mundo real también “como si” hubiera una conspiración, aunque en realidad no la haya. No hace falta que exista una conspiración para que el resultado sea el mismo. Imaginemos, por ejemplo, un mundo gobernado durante siglos por estamentos privilegiados que controlan el grueso del poder y la riqueza. Se trata de un mundo cambiante, donde en unas épocas prima la guerra, en otras el comercio, en unas prima la agricultura, en otras los avances tecnológicos dan paso a la industria. Las élites deben adaptarse a estos cambios, ya que las clases de personas apropiadas para gestionar los diferentes contextos varían, y a veces es necesario incluso el uso de la violencia para desalojar el antiguo establishment y sustituirlo por el nuevo.
Se pretende que los siervos, el resto de la población, también se adapten, pero de manera dirigida. Las costumbres y la tradición permiten dos cosas en este sentido: mantener a raya los cambios, o precipitarlos súbitamente empoderando a una minoría cuyas costumbres están supuestamente aplastadas bajo el yugo de la mayoría dominante, a la que hay que desalojar.
En los momentos de cambio, el antiguo régimen va perdiendo apoyos, legitimidad y debilitándose, lo que propicia la aparición de revoluciones. Antiguamente primaba la guerra, y eran violentas, hoy prima el comercio y la economía, así que suelen ser pacíficas. La gente violenta no es buena para la economía (a menos que incluyamos a las organizaciones mafiosas). Cuando necesitas consumidores en lugar de guerreros, se tiende a amansar a la población a base de usar la “técnica del niño mimado”. La última revolución que ha habido en referencia al cambio del establishment se ha producido en las dos guerras mundiales del siglo pasado, sobre todo en la primera. Las revoluciones comunistas han servido en realidad para desactivar la posibilidad de prosperar de gran parte de la población trabajadora, mediante la inculcación de la “conciencia de clase”, así como para establecer mecanismos de manipulación específicos para ellos. Al resto de pardillos se les ha permitido la rebeldía contra el sistema que, al ser improvisada por gente bastante poco preparada, debido a su juventud, ha derivado más hacia el lado de la jarana y la fiesta que hacia una oposición realmente seria. Otros, han aplaudido de forma un tanto ingenua el cumplimiento de la profecía bíblica esa de que “El león y el cordero pacerán juntos” (Isaías 65:25) y se han arrojado a un pacifismo garantista en el que da la sensación de que los malos, en realidad, son ellos mismos, ya que ponen más empeño en proteger a sus enemigos del sistema que al sistema de sus enemigos.
Oponerse a fuerzas que llevan dominando el mundo desde bien antiguo es una labor titánica que requiere de mucha inteligencia, experiencia, temple y personalidad. Es una guerra, aunque no necesariamente tiene que ser siempre una guerra violenta. Ellos tienen mucha experiencia en dominar el mundo. Además de cargarse el sistema nobiliario del antiguo orden, han permitido que el gran enemigo, la democracia, prospere en manos de una caterva de pánfilos y los correspondientes caraduras que, como las pulgas, siempre acompañan al perro flaco. Esto, por supuesto, dará al traste con este sistema, que no puede montarse sobre la base de la mera buena voluntad, por ser una de las ideas políticas más complejas que existe. No será por la democracia en sí, que es una excelente idea, sino por la inepcia de los aspirantes a demócratas. Con esto se matan dos pájaros de un tiro: fuera con la nobleza antañona y con los pánfilos liberales. El giro hacia el populismo iliberal empieza a hacernos llegar el olor a cadáver de la democracia, no como la conocemos, porque no la hemos conocido nunca, sino como hemos pretendido que sea. No se puede luchar solo con ideología contra el conocimiento y la sabiduría de siglos. Claro que esto no es lo que pasa en realidad, solo es “como si” pasara, pero, ¿acaso hay mucha diferencia?