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viernes, 12 de octubre de 2018

No somos monstruos vengativos

Cada vez que se produce un crimen al que los medios de comunicación prestan una especial atención, se desata por unos días la indignación general y se reaviva la polémica sobre el tratamiento que deben recibir los culpables de estos actos. Al final, cuando se calman los ánimos, todo queda en agua de borrajas y no se vuelve a sacar el tema hasta el siguiente episodio de esta lamentable serie.

Como uno de los argumentos estrella que esgrimen los defensores de la “línea blanda” contra las voces que se alzan clamando justicia es que las peticiones de mayor rigor judicial y penal en estos casos se realizan movidos por el calentamiento del momento y los deseos de venganza, conviene revisar el tema en un momento en que, desde hace algún tiempo, no se ha desatado ningún circo mediático alrededor de uno de estos hecho. Llevamos ya varios meses en los que sólo aparece en las noticias el habitual maltratador que asesina a su pareja, y quizás a sus hijos y algún otro miembro de la familia, por lo que podemos considerar que estamos todos calmados y podemos analizar con la cabeza fría los argumentos sobre la conveniencia de cambiar el tratamiento que estamos dando actualmente a estos actos.

Actualmente, las infracciones de la ley se clasifican en dos grandes grupos: delitos y faltas. Las faltas son infracciones menores que se saldan con un simple apercibimiento (una regañina, vamos) o una multa más o menos cuantiosa. El resto son considerados delitos y pueden ser castigados con penas de cárcel. Los delitos se califican en función de su gravedad, existiendo el principio de proporcionalidad de las penas, que pueden llegar a ser bastante largas, y la posibilidad de revisión en diferentes momentos de la condena para acceder a la libertad condicional. Se considera que las penas tienen un carácter disuasorio (evitan delitos por miedo a la condena), punitivo (castigan al delincuente) y están orientadas a la reinserción (se trata de reformar al delincuente). El principio de igualdad ante la ley obliga a aplicar los mismos criterios a todos los delincuentes.

El problema es que estamos metiendo en el mismo saco dos clases de acciones de naturaleza totalmente diferente: los actos contra los bienes materiales, las cosas, que es lo que en puridad puede considerarse delitos, y los actos contra las personas, que en mi opinión sería conveniente distinguir de los delitos llamándolos crímenes, y estableciendo una categoría legal separada que permita evitar algunos de los problemas derivados del principio de igualdad ante la ley. Considero crímenes actos como el asesinato, la tortura o la violación, que, aunque se trata de hechos con una incidencia mucho más baja que la del resto de delitos, tienen unas consecuencias de una gravedad infinitamente superior, al menos desde el punto de vista humano.

La diferencia se ve claramente desde el punto de vista del aspecto punitivo de las penas. En este sentido, hablamos de castigar al delincuente, que pague por lo que ha hecho. Todos podemos ponerle precio a nuestras posesiones materiales, y podemos pensar en una indemnización razonable frente a un acto que nos perjudique indirectamente, como la corrupción política; también podemos ponerle precio a pasar un determinado periodo de tiempo en la cárcel, por lo que dicha estancia puede considerarse como una especie de indemnización por el daño causado. Pero esto no sucede en el caso de los crímenes; ¿cuánto vale tu vida, o la de tus padres o tus hijos? Seguramente todos diremos que para nosotros no tiene precio, ¿admitiremos que el precio lo fije la justicia? ¿Y por una violación? ¿Admitiremos que la sociedad le ponga precio, como si se tratase de un acto de prostitución? Los crímenes no se pueden castigar, ni las víctimas pueden ser resarcidas, aún en el caso de continuar con vida, porque no se puede poner precio a esos actos.

Respecto al carácter disuasorio, es posible que todos pensemos, al pasar por delante de una joyería, en pegarle un ladrillazo al escaparate y salir corriendo con todas las joyas que podamos arramplar; pero, al pensar en el castigo si nos cogen, desistimos a regañadientes. Algunos desafortunados no caen en la cuenta y cometen el acto sin pensar en sus temibles consecuencias y, a la larga, pueden acabar dando con sus huesos en la cárcel. Con los crímenes sucede algo parecido. A lo largo de la historia, la justicia ha inventado temibles atrocidades para intentar disuadir a los criminales, pero ni por esas; se siguen cometiendo crímenes. Hoy en día somos mucho más humanitarios y, aparte de insistir (y poco más que eso) en la necesidad de educar, concienciar y mejorar las condiciones de vida de la gente (por lo visto solo los ignorantes y los pobres cometen crímenes), tenemos la figura de la prisión preventiva y la impresionante medida cautelar llamada orden de alejamiento, que consiste en prohibir que el supuesto agresor se acerque a la víctima a menos de una determinada distancia o intente contactar con ella. El temible castigo por violar una de estas órdenes es una pena de 6 a 12 meses de prisión; se te quitan las ganas, ¿a que sí? Esta medida es especialmente sangrante en los casos de violencia de género, en los que la inquina que tiene el agresor hacia la víctima alcanza cotas muy elevadas; muchos de estos agresores se acaban suicidando después de cometer su crimen, por lo que las consecuencias de violar la orden se la traen al pairo; tampoco creo que les preocupen mucho unos mesecitos de prisión a los que van a ser condenados a varios años por asesinato. El problema es tan complejo como demostrar la hipótesis de Riemann, nadie hasta ahora ha podido encontrar la solución.

No todos los defensores de la PPR somos monstruos vengativos
No todos los defensores de la PPR somos monstruos vengativos

Lo único que puede hacerse, por tanto, en estos casos, es garantizar la seguridad del resto de ciudadanos con respecto a estos individuos ya detectados, ya que no podemos evitar que cometan sus primeros crímenes. La medida estrella que se pone sobre el tablero en este sentido es la prisión permanente revisable; veamos los argumentos a favor y en contra.

La primera alegación contra esta medida es que las voces que se alzan a su favor lo hacen siempre en el momento en que se produce un crimen mediático, exigiéndose un debate serio, riguroso y racional para no dejarse llevar por el calor del momento. El problema es que este efecto se produce por igual en ambos bandos, y el susodicho debate desaparece también de la agenda en cuanto se apagan los ánimos y el suceso pasa a los archivos. Es posible que se siga hablando del tema en los despachos y ambientes académicos, pero de debate público, nada. También se acusa a los partidarios de la prisión permanente de actuar movidos por los sentimientos y no por la razón, pero abogar por los derechos humanos de los presos también es una cuestión sentimental; en ese aspecto, estamos empatados.

Otra alegación que he escuchado es la de que tenemos que pensar en estas medidas como si se nos fuesen a aplicar a nosotros, una apelación a la empatía, ponerse en el lugar del otro. Encuentro difícil ponerme en el lugar de un violador o un asesino, porque sencillamente no lo soy, y dudo mucho que vaya a serlo en algún momento futuro, pero encuentro poco tranquilizador que sean las personas con mentalidad de asesino, violador o torturador las que tomen las decisiones con respecto a las medidas convenientes para tratar estos casos. Creo que, por el bien de todos, incluidos los criminales, es mejor que las tomen las personas honradas y sensatas. El argumento no me vale.

En cuanto a que ya existen penas suficientemente largas (algunas pueden llegar a los 40 años) para los delitos más graves, no me parece que la duración de la condena por sí misma tenga una relación causal con el cambio de conducta y personalidad del delincuente; uno puede mejorar en la cárcel, pero también, y no es raro, puede empeorar. Si estamos obligados a soltar al criminal una vez que ha cumplido su condena, estamos condenando a toda la sociedad a una especie de lotería macabra que, en caso de que te toque, tiene unas consecuencias gravísimas e irreversibles. Creo que este es un caso excepcional en el que deberíamos ser consultados sobre si queremos o no prestarnos a este tipo de experimentos.

El punto clave de esta discusión está en el tercero de los objetivos de las penas de privación de libertad: la reinserción; después, claro está, de la reforma real del delincuente. Todos podemos cambiar, incluso cambiar de manera radical, y esto es aplicable también a los criminales, por lo menos a algunos. De la misma manera que tiene todo el sentido del mundo mantener en prisión a una persona peligrosa, en cuanto este peligro desaparece (y me refiero a que desaparece de verdad), no hay ningún motivo para retenerlo ni un solo minuto más. En el caso de un ladrón, puede terminar de compensar a su víctima económicamente ejerciendo un trabajo honrado; en el caso de un asesino, que no puede hacerlo, podemos considerar que la persona que encerramos ha muerto y que la que sale es otra diferente. En este caso, es preferible una condena permanente revisable que una fija, que también suele ser revisable, puesto que protege tanto a la sociedad como al delincuente.

Lo que se cuestiona a este respecto es lo siguiente: el plazo mínimo a partir del cual se puede empezar a revisar la condena, la idoneidad de las condiciones en las cárceles de cara a la reforma de los presos, la capacidad o voluntad del estado para poner los medios, y la posibilidad de hacer evaluaciones rigurosas y realistas sobre la personalidad de los condenados. Sobre el plazo mínimo, yo sería partidario de no poner ninguno; en todos los casos graves, el cambio será gradual y llevará su tiempo de todas formas; el plazo solo es un estorbo que permite atacar la medida por cuestiones de forma y no de fondo. En cuanto a las condiciones en las cárceles, nada que objetar, hay que mejorarlas, si es que de verdad queremos rehabilitar a los condenados; algunos defensores de la PPR no somos monstruos vengativos. Personalmente, me importan un rábano los criminales, pero no las personas honradas; yo no voy a mover un dedo para rehabilitarlos, pero, si alguien lo hace y lo consigue, no me opongo a que salgan en libertad. De la voluntad del estado no voy a hablar, pero sí es fundamental la cuestión de las evaluaciones de personalidad. ¿Permiten la ciencia y nuestros conocimientos actuales hacer esto posible? Seguramente no con un 100% de fiabilidad, ¿Qué grado de error estamos dispuestos a admitir, en el caso de usar la tecnología y conocimientos más avanzados de que dispongamos? Esto es importante, porque la respuesta determina si lo racional es optar por penas revisables o por la cadena perpetua. La decisión racional es fundamental tenerla clara, luego ya le añadiremos cuestiones sentimentales para corregirla o suavizarla.

El problema para implementar correctamente todas estas medidas es de sobra conocido, y se llama dinero; sin dinero no hay infraestructuras, ni profesionales, ni medios técnicos. También existe este problema de cara a las “medidas alternativas” que proponen los detractores de las penas de cárcel de larga duración, como la prevención por la educación y las mejoras sociales, o el cambio de las penas de cárcel por libertad vigilada por la policía. Los posibles abusos que puedan cometer los poderes del estado, aplicando estas penas a cada vez más supuestos, no tienen tampoco nada que ver con el hecho de que estemos obligados a garantizar la seguridad de todos. Si queremos tener buenos políticos, lo que hay que hacer es convertirse en buenos ciudadanos, con la autoridad suficiente (y real, no nominal) para controlarlos mediante la opinión pública (aunque quizás esto sea todavía más utópico que pretender conseguir fondos suficientes como para arreglar el problema judicial y penitenciario).

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