Identidad social
La identidad de una persona, considerada como individuo, es todo aquello que la define y la caracteriza, lo que constituye lo que llamamos el yo, las propiedades que permiten a otros reconocerla y distinguirla, en definitiva, la forma particular de pensar, sentir, expresarse y relacionarse. Se trata de algo que crece y se desarrolla desde el interior, pero, como todos estamos inmersos en un medioambiente en el que también existen otros seres como nosotros, nuestra identidad también está influenciada en mayor o menor medida por nuestro entorno.
Resulta difícil determinar un orden para los factores que van actuando sobre nosotros y participan en la formación de nuestra identidad. Podemos considerar que la personalidad es el componente más básico e interno de la identidad, que se nutre de nuestras sensaciones y percepciones íntimas, por lo que seguramente es lo primero que empieza a formarse. Como al nacer dependemos enteramente de nuestra madre para sobrevivir, la primera interacción social y el primer vínculo estrecho que se forma con otra persona es con ella; enseguida vienen el resto de la familia, padre, hermanos y demás, que también están por ahí interactuando con nosotros continuamente. Estas serían las primeras aportaciones externas a nuestra identidad, el componente familiar, que, si todo se desarrolla con normalidad, debería ser el componente más fuerte después de la propia personalidad. En el caso de que esto no sea así, estamos ante una distorsión que puede marcar para el resto de nuestra vida, normalmente de forma negativa.
El siguiente factor identitario adquirido podría ser el lenguaje. El lenguaje constituye una herramienta imprescindible para interactuar de forma enriquecida con otras personas, e incluso con algunos animales; permite expresar tus ideas y necesidades, además de ayudar a expresar tus emociones, así como permite a los demás hacer lo propio contigo. El idioma en el que aprendes a hablar es solo un accidente, y aunque se dice que los idiomas modelan de alguna manera la mente del hablante, por la forma característica en que permiten expresar las ideas, lo cierto es que, en general, en el mundo han tenido lugar tantos intercambios culturales a lo largo de la historia que prácticamente puedes decir lo mismo de la misma manera en cualquier idioma. Cualquier niño normal puede aprender cualquier lenguaje, o incluso varios a la vez; no existen preferencias naturales, aunque la adquisición del lenguaje resulta imprescindible para la supervivencia, como demostraron funestos experimentos de privación del lenguaje llevados a cabo en la antigüedad, pretendiendo averiguar en qué idioma hablarían las personas si nadie les enseñase ninguno en particular ni interactuase con ellos. La respuesta fue que todos los bebés murieron (Si te interesa este tema, te recomiendo el libro El instinto del lenguaje, de Steven Pinker).
A partir de aquí, podemos ampliar nuestro círculo conociendo a otras personas ajenas a nuestra familia, los cuales constituyen nuestro entorno social extendido. Existe una teoría que postula que el ser humano tiene capacidad para mantener como mucho 50 relaciones estrechas con otras personas, lo que podríamos llamar el círculo de amigos, nuestros 50, para los que les guste el teatro. Esto constituiría el siguiente anillo identitario en cuanto a influencia; en un modelo ideal, tendría algo menos de influencia que la familia, pero más que los extraños. En principio, las relaciones básicas se establecen a nivel individual, de personalidad a personalidad, que es el nivel en el que se alcanza un mayor conocimiento del otro y permite establecer vínculos más estrechos y fundamentados.
En edades tempranas, cuando los niños empiezan a poder moverse por sí mismos y explorar el entorno, se produce un contacto con el mundo exterior que nos permite situarnos en un territorio. Como animales territoriales que somos, asimilamos este mundo exterior también como parte de nuestras pertenencias personales, en sentido identitario. Cuanto más conocemos el territorio, más identificados nos sentimos con él, por lo que, en principio, nuestro identificación con el mundo exterior será más pronunciada cuanto más próximo se encuentre de nuestro epicentro natural, que es el hogar familiar. Podríamos decir que esta es la parte territorial de nuestra identidad. Sentimos apego por la naturaleza inanimada y los animales inferiores porque son parte necesaria de nuestra vida y los necesitamos para sobrevivir, al igual que los cuidados de nuestra madre al nacer.
A partir de aquí, la cosa ya se vuelve más complicada, porque se combinan los diferentes factores para ir añadiendo más y más cosas a nuestra identidad, y ya no existe un orden de importancia claro: objetos personales, regalos de seres queridos, historias que nos marcan, música que nos gusta, moda, complementos, peinados, y un largo etcétera.
Todo esto en un mundo ideal, donde se valora la independencia y la autonomía del individuo y eso conlleva un desarrollo equilibrado de todos y una capacitación más o menos uniforme para apoyar y aportar elementos positivos a las personas con las que interactuamos. Pero el mundo real no funciona de esta manera, por desgracia. El ser humano desciende del mono, lo que quiere decir que el primer ser humano fue educado por monos. Esto es una metáfora, por supuesto, pero sirve para entender que nuestros mayores, por muy buena voluntad que pongan, están más adaptados al mundo que está desapareciendo que al que se está formando actualmente, a lo que se suma el hecho de que la capacidad de adaptación decrece con la edad, al mismo tiempo que el tiempo disponible para hacerlo. Esto genera un cierto nivel de incomprensión entre generaciones, que puede ser desde irrelevante a insalvable, según cada caso y cada cuestión que analicemos. El ritmo al que se producen los cambios sociales también tiene una gran influencia en la intensidad de estos efectos.
A esto hay que sumarle los cambios naturales que se dan en la etapa de la adolescencia, cuando las personas cambian de niños a adultos y se preparan para despegarse de sus padres y comenzar a vivir de forma independiente (al margen de que realmente lo puedan conseguir hacer), lo que genera crisis de identidad temporales que nos mueven a buscar formar parte de algún grupo o tribu urbana que nos permita definirnos cediéndonos una especie de muletas identitarias estereotipadas que, en condiciones normales, es algo similar a tomarte una aspirina cuando te duele la cabeza, una medida temporal para salir del paso de una situación complicada (aunque esto no siempre acaba bien). Esto de recurrir a la agrupación para afrontar problemas es un comportamiento perfectamente natural en todos los seres vivos, incluidas las bacterias y las plantas, que la selección natural ha conservado porque funciona.
Y aquí es donde aparece, cherchez la face, la figura del espabilao. Solemos pensar que los mecanismos de manipulación se crean mediante conspiraciones, porque nos gusta sentirnos importantes y es más emocionante, pero lo cierto es que basta con fijarse bien en los mecanismos naturales del comportamiento humano por los que mostramos mayor preferencia, y construir alrededor de ellos una ficción que los haga más atractivos todavía, que los justifique y, sobre todo, que haga que nos sintamos mejores que esos otros imbéciles con esas costumbres tan extrañas y ridículas. Una vez hecho esto, basta con enfrentar unos grupos contra otros por el sencillo método de convencerlos de que su identidad y sus valores peligran a causa de la identidad y los valores de otros grupos, y erigirse en garante y defensor de los mismos. Así es como se captura la identidad personal y se la pretende sustituir por la identidad social, lo que yo entiendo que marca la diferencia entre individualismo y socialismo.
De esta forma, pasamos de expresar nuestras ideas en un idioma a defenderlo como una especie de fetiche trascendente cuya existencia es superior en importancia a cualquier cosa que se pueda expresar con él; a considerar la tradición como el bien supremo que nos transmiten nuestros familiares, en lugar de considerarla como una especie de envoltorio para el cariño con que nos ofrecen algo que consideran de valor para nosotros, que es el bien que realmente cuenta. Nuestros sentimientos y nuestra razón pasan a estar en manos de extraños en lugar de en las nuestras, de las relaciones interpersonales limitadas naturales pasamos a relaciones artificialmente inducidas con gente a la que no hemos visto ni veremos en nuestra vida, con estereotipos que probablemente ni siquiera existen, tanto para el caso de los amigos y aliados como para el de los enemigos; pasamos a formar parte de la masa porque es con eso con lo que nos fundimos, ya que no tenemos capacidad de conocerlos a todos. La tendencia natural a imitar lo que hacen las personas que nos rodean hace el resto, nadie quiere ser menos social que su vecino.
Por supuesto, esto es solo un punto de vista y, como todos los puntos de vista, en todo caso es solo una descripción incompleta de una realidad tan compleja que para una sola persona es inaprehensible en su totalidad, de la misma manera que no se puede ver un objeto tridimensional por todos sus lados al mismo tiempo. Hay quien cuenta esto como una historia de colaboración, de lucha entre las fuerzas del bien y del mal, entre la tendencia civilizadora y la barbarie, y posiblemente tengan también buena parte de razón, ya que la historia de la humanidad está plagada de salvajismo, ignorancia y crueldad. Quizás en otros tiempos todo esto era no solamente necesario, sino imprescindible para avanzar en la buena dirección, así que dejo a cada uno la reflexión acerca de si lo sigue siendo.
Lo importante a resaltar creo que es el hecho de que, en las sociedades liberales, la responsabilidad personal debe ser máxima, y para que esto sea posible, tu identidad debe estar en la mayor medida posible de tu mano. El límite de su desarrollo también es limitado, por lo que la identidad social compite con ella por el espacio, y esta última escapa por completo a tu control.