Falacias: argumento ex-populo
Una de las falacias más comunes quizás sea el recurso al argumento ex-populo, o tratar de demostrar un argumento apoyándose en lo que se supone que sabe o hace todo el mundo. Como ocurre con cualquier otra falacia, se trata de un uso incorrecto de la lógica que no hace ni verdadera ni falsa la conclusión; las cosas nunca son verdaderas porque alguien las sepa, sino porque se corresponden con los hechos.
Esta falacia está muy ligada a otra similar, el argumento ad verecundiam, o apelación a la autoridad de la persona que sostiene un argumento; en el caso del argumento ex-populo, la supuesta autoridad es la del pueblo, la mayoría de la gente, pasando a sustentarse esta autoridad sobre la cantidad en lugar de en la calidad. Estas dos falacias se apoyan en dos tendencias complementarias que presentan todos los seres humanos en menor o mayor medida: por un lado, como buenos descendientes de simios jerárquicos que somos, la necesidad de tener un líder al que seguir; por otro lado, como seres sociales, la tendencia a mimetizarnos con el resto de miembros de nuestro grupo social y no desentonar con las acciones y opiniones generalizadas, en muchas ocasiones por la cuenta que nos trae.
A primera vista, puede parecer muy lógico que si algo está sostenido por mucha gente, ese algo tiene más probabilidades de ser cierto que si lo sostienen solo unos pocos; si la cantidad de gente es muy grande, esa probabilidad se convierte muy fácilmente en una certeza. Pero debemos darnos cuenta de una cuestión importante: esto solo sucede así cuando nosotros mismos somos uno más de los que sostienen dicha creencia; pero un ateo entre cristianos creerá que los demás están todos equivocados, lo mismo que un cristiano entre ateos. Cuando uno está indeciso acerca de qué pensar sobre una determinada cuestión, puede hacer dos cosas: por un lado, tomarse el trabajo, que suele ser bastante laborioso y a veces requerir amplios conocimientos, de formarse e informarse a fondo sobre la cuestión para disponer del máximo conocimiento posible o, al menos, de todo el que considere necesario; o bien puede simplemente ir preguntando por ahí, o escuchando lo que dicen los demás, para seleccionar lo que ve que piensa más gente o, algo bastante común, lo que considera que le conviene más creer.
Estas dos maneras de formarse una opinión sobre algo generan dos clases de personas: las que son capaces de sostener una conclusión basándose en sus propios recursos y conocimiento, que no tienen necesidad de recurrir a triquiñuelas como las falacias, aunque, por supuesto, también pueden equivocarse, y las personas que sí necesitan recurrir a esta especie de pseudo lógica porque no disponen de nada mejor para apoyar sus argumentos. Por desgracia para nuestra sociedad, basada en la democracia, la segunda clase de personas abunda bastante más que la primera, lo cual es y ha sido siempre un freno al desarrollo personal, al de la responsabilidad y al de la capacidad política de la ciudadanía, ya que se trata de un defecto bastante contagioso.
Podemos pensar, de manera un tanto ingenua, que este “conocimiento” popular se inicia porque algunas personas escuchan a los sabios, aprenden de ellos y, a continuación, difunden este saber a lo largo y ancho de la Tierra; pero la realidad es que, para entender a un sabio, tienes que ser de antemano tú también bastante sabio, o bien, tomarte el tiempo y el esfuerzo para ir aprendiendo del sabio. La gente sabia, o que está dispuesta a trabajar lo suficiente para serlo, no abunda precisamente; la inmensa mayoría se conforma con un nivel bastante mediocre de conocimientos, y resulta muy difícil moverles de ahí. Si lo que les explicas les resulta demasiado complicado, en lugar de tomarse el trabajo de entenderlo, simplemente te mandarán a paseo, normalmente alegando incapacidad o simple desinterés en el tema. Esto hace que los sabios, para poder comunicar sus conocimientos a la mayoría, tengan que inventarse mil y una formas de simplificarlos para poderlos expresar con una narrativa que no provoque la estampida general o suma a la concurrencia en los brazos de Morfeo. Toda simplificación implica eliminar información. Normalmente, esto facilita la comunicación cuando las dos partes disponen de la información que estamos eliminando; pero, si quien recibe la comunicación no dispone de dicha información, lo que recibe es una imagen distorsionada de lo que queremos transmitirle, por no hablar de la distorsión que puede añadir su interpretación personal de lo que estamos diciendo. Cuando esta persona transmita a su vez su versión a otras personas, se inicia algo parecido al juego del teléfono escacharrado para, al final, llegar a una especie de consenso popular sobre una o unas pocas versiones finales que parecen sonar mejor que el resto de disparates. Un ejemplo muy ilustrativo es el uso generalizado de conceptos básicos de la mecánica cuántica unidos a toda clase de teorías pseudocientíficas.
Así pues, por contraintuitivo que parezca, es más fácil que “todo el mundo” esté equivocado que acertado. Pensemos que, la mayoría de las veces, existe solo una respuesta correcta, pero infinitas respuestas incorrectas, y la correcta no suele ser fácil de encontrar. Es cierto que todo el mundo sabe que la Tierra es redonda y, de hecho, la Tierra es redonda, pero no lo es porque lo sepa todo el mundo, sino que todo el mundo lo sabe porque lo hemos comprobado, y para ello se requiere algún conocimiento de matemáticas y del método científico y las herramientas apropiadas, no basta con la intuición y el sentido común.
Como curiosidad, pensemos en algo que también sabe todo el mundo: que la Tierra gira alrededor del Sol. Durante mucho tiempo se pensó que era al revés, por un lado porque, visto desde la Tierra, parece que el que se mueve es el Sol; por otro lado, porque si afirmabas lo contrario lo más probable fuera que acabases en la hoguera, pues se pensaba que eso contradecía a la Biblia, algo que casi le sucedió a Galileo Galilei, una de las escasísimas personas a las que no parece importarle contradecir a la mayoría sin estar apoyados por un grupo numeroso. Existían sistemas de cálculos astronómicos, como el desarrollado por el astrónomo Ptolomeo, basados en la idea de la Tierra como centro del sistema solar. Estos cálculos eran tremendamente complicados, a diferencia de los cálculos necesarios cuando se considera al Sol como centro del sistema. Esto último fue lo que, en última instancia, hizo que se adoptase el sistema heliocéntrico en lugar del geocéntrico. Actualmente, por lo tanto, mucha gente piensa que es falso que sea el Sol el que gira alrededor de la Tierra y que lo cierto es lo contrario; pues bien, la realidad es que las dos afirmaciones son ciertas, a pesar de parecer contradictorias. Lo que sabemos actualmente sobre el movimiento es que siempre es relativo; no existe ningún punto fijo e inmóvil en el Universo, sino que, para medir el movimiento de algo, debemos fijar por convenio un sistema de referencia, que consideraremos fijo, en relación al cual se mueva aquello que queremos estudiar. De manera que considerar el Sol o la Tierra como centro del sistema solar es solo una convención; también podríamos considerar como centro cualquier otro planeta, o incluso otra galaxia. Lo único que no podemos hacer, pues eso sí que sería contradictorio, es considerar como centro al Sol y a la Tierra a la vez. Este es un ejemplo de conocimiento generalizado equivocado, pero que parece correcto incluso desde un punto de vista superficialmente científico.
Dado que vivimos en sistemas democráticos, en los que la opinión de todo el mundo cuenta de algún modo, al menos en teoría, debemos tener mucho cuidado con este tipo de falacias, pues alimentan tendencias y prácticas nocivas, como el populismo y la posverdad, que distorsionan uno de los principios (bastante ingenuo, por cierto) en los que se basa la democracia: que el hecho de tener voz y voto nos inducirá a hacernos más responsables de nuestras opiniones y elecciones.