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viernes, 28 de diciembre de 2018

La tiranía del lenguaje

La RAE (Real Academia Española de la lengua) es una institución creada en 1713 con el objetivo de mantener la máxima coherencia y unidad posible en el uso de nuestra lengua, mediante la elaboración de una serie de diccionarios y otras obras relacionadas con el uso y la gramática del español. Aunque sus pretensiones son más bien constituir una ayuda y una referencia para usar correctamente la lengua, en muchas ocasiones la usamos de forma un tanto torticera, como si se tratase de una especie de dictadora que pretende decirnos cómo debemos hablar.

El lenguaje es una característica natural de los seres humanos cuyo objetivo es la comunicación de las ideas que tenemos en la mente, y es evidente que es anterior a cualquier academia o regulación, mientras que los idiomas son construcciones sociales derivadas del uso común dentro de un determinado colectivo de determinadas palabras y construcciones gramaticales para implementar el lenguaje; decimos lo mismo que dice todo el mundo, pero lo decimos de forma diferente. Esto nos permite, entre otras muchas cosas, pelearnos y tocarnos las narices unos a otros, además de sentirnos diferentes, y por tanto superiores, a otros colectivos; esto lo recoge muy bien el mito de la torre de Babel, que presenta la creación de los idiomas como un castigo divino por la osadía del ser humano al utilizar de manera eficiente los dones que la propia divinidad les había conferido.

Las construcciones sociales y el autoritarismo van siempre de la mano. Nos gusta mandar casi tanto como que nos manden, y las normas y las reglas ofrecen muchas posibilidades a la hora de simplificar y trabajar lo menos posible. A las personas que llegan a convertirse en autoridades les ofrecemos la gloria, estatuas, placas conmemorativas y su inclusión en los libros de historia, mientras que las que no lo somos obtenemos a cambio la posibilidad de utilizar sus doctrinas como una forma de cerrar la boca al oponente en una discusión que nos está dando problemas, o sus normas, supuestas o reales, como un medio de entorpecer el desarrollo del prójimo para evitar que se vuelvan más inteligentes o más hábiles que nosotros y nos veamos obligados a esforzarnos también.

Esta, por supuesto, es la visión que tienen los vagos y los caraduras. Einstein era una verdadera autoridad en el campo de la física, pero el problema es que, para poder reconocerle realmente como tal, hay que estudiar física y conocer y entender sus teorías, lo cual supone un esfuerzo y dedicación notables que no todo el mundo está dispuesto a hacer. Por supuesto, nadie está obligado a ello, a menos que quiera obtener un título académico, pero el creer en la palabra de los que dicen que Einstein es una autoridad en física no creo que nos confiera automáticamente la potestad de utilizar dicha autoridad en nuestras argumentaciones, y mucho menos la de hablar en su nombre.

La Academia de la lengua no es una excepción en este sentido, y también es utilizada por algunos como una especie de arma arrojadiza para zanjar discusiones, en especial su famoso diccionario, que parece que los tocapelotas pretenden convertir en una especie de libro sagrado dictado por la divinidad para evitar que hagamos un uso creativo del lenguaje. Sin embargo, cualquiera que lea sus estatutos se dará cuenta de que la pretensión de esta institución es la de servir de ayuda a la sociedad en el uso de la lengua, no de obligar a nadie a hablar de una determinada manera. Se trata de una institución esencialmente democrática, no despótica (o fascista, como se dice ahora); esto lo podemos notar en detalles como que cada cierto tiempo recoge nuevas palabras que hemos ido introduciendo en el idioma, en lugar de crearlas ella para imponérnoslas.

En este punto me considero obligado a tranquilizar a más de uno que debe de estar pensando que estoy preconizando la anarquía y el caos en el uso del idioma. Escribir “haber” cuando quieres decir “a ver” es manifiestamente incorrecto y carente de sentido; llamar edificio a una sardina o calle a una plátano es algo absurdo y que posiblemente solo se puede justificar en algún género de poesía surrealista. No, no me refiero a esta clase de creatividad. Sino más bien a un uso enriquecido del lenguaje que saque partido de su a veces gran ambigüedad, sin menoscabo del principal uso del mismo, que es facilitar la comunicación y la comprensión. No solo los literatos tienen una especie de bula en el uso del lenguaje; todo el mundo puede hacerlo y creo que, si se hace bien, todos salimos ganando.

El diccionario no son las tablas de la ley
Los dicionarios no son las tablas de la ley

Es muy común, por ejemplo, hablar de las definiciones o usos aceptados por la RAE, en lugar de usar un término como recogidos, que también se utiliza para lo mismo y que personalmente considero más conveniente. Esto puede deberse simplemente a la costumbre, ya que a las definiciones del diccionario también se las denomina acepciones, que antiguamente era sinónimo de aceptación, aunque el propio diccionario considera este significado como en desuso; en este caso, estaríamos usando los dos términos como sinónimos, sin mayores consecuencias. Pero cuando se pretende usar el término aceptado con la intención de negar la posibilidad de utilizar una palabra con un sentido que no coincide exactamente con la definición del diccionario, estamos haciendo un uso autoritario del mismo, algo que creo que queda muy alejado de las pretensiones de la propia Academia, y que normalmente obedece a la intención de empobrecer y limitar los matices expresivos del oponente, cuestión que algunos pueden considerar como algo lícito, pero que para mi gusto es solamente una triquiñuela cutre que denota una cierta incapacidad de ganar una discusión de forma elegante.

No creo que el objetivo último del diccionario sea normativo, sino que más bien trata de recoger las acepciones más comunes de las palabras para servir de referencia a las personas que tengan dudas sobre su uso o simplemente lo desconozcan. Si tuviera que recoger cada matiz que se le puede dar a la definición de un concepto, sería una obra inmanejable, aparte de que existen palabras que son en esencia imposibles de definir de forma rigurosa, como justicia, amor o inteligencia, por poner solo algunos ejemplos muy comunes.

El sentido figurado, las metáforas, los dobles sentidos y un largo etcétera son recursos estilísticos que, bien utilizados, sirven para enriquecer nuestro lenguaje, incluso en el caso de que no enriquezcan el idioma, porque no se incorporen automáticamente a él; el lenguaje se enriquece cuando uno es capaz de expresar más cosas de más formas diferentes, con mayor cantidad de matices y registros para transmitir no solo nuestros pensamientos racionales, sino también nuestro estado de ánimo y nuestras emociones de la mejor forma posible, que consiste simplemente en que nuestro interlocutor capte con precisión aquello que queremos transmitirle, y esto también depende de la capacidad del otro, por lo que es absurdo pretender hablar de la misma manera con todo el mundo; esto es lo que realmente es una muestra de cultura, y no expresarse siempre como si estuviéramos dando un discurso académico sobre lingüística. Cada ámbito tiene su registro; no es lo mismo hablar en un bar con los amigos que con un cliente en el trabajo, o entre personal técnico que está realizando un proyecto o una investigación.

Se dice que el idioma es patrimonio de todos, lo que quiere decir que no es propiedad de nadie. Nadie tiene la patente de una palabra y mucho menos de su significado, aunque normalmente resulta absurdo utilizar un término para referirse a algo que no tiene nada que ver con el uso que le suele dar el resto de la gente. En mi opinión, no resulta nada práctico que exista la cantidad de idiomas que tenemos en el mundo, por no hablar de las lenguas muertas, porque eso te obliga a aprender más de una para poder hablar con la mayor cantidad posible de gente, con las dificultades que eso conlleva. Sería mucho mejor si todos hablásemos el mismo idioma, pero la historia no ha ido por ahí, y no podemos perdernos la versión original de tantas obras y escritos, que siempre será mejor que cualquier traducción. Las academias de la lengua son un intento para que el lenguaje no se atomice en más y más idiomas todavía, por lo que debemos agradecer y respetar su trabajo; y creo que convertirlos en una especie de tiranos para tratar de ganar nuestras disputas personales no es precisamente una muestra de respeto.

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