El castigo no es la solución, el premio tampoco
El sistema basado en premios y castigos ha sido siempre, y continúa siendo, la estrella principal de todos los métodos destinados a intentar mover a la sociedad en una determinada dirección. Se trata de una formula rudimentaria y primitiva, si se compara con la contrapartida racional consistente en trabajar y canalizar la voluntad mediante los argumentos y las relaciones productivas y positivas entre los individuos. No solo no aporta nada en una sociedad de personas libres, sino que desvirtúa además las acciones realizadas bajo sus presupuestos.
El método del premio y el castigo proviene de sociedades basadas en el autoritarismo, los privilegios y la servidumbre, que es el modelo clásico de sociedad, del que todavía quedan resabios en nuestras flamantes democracias modernas, más en el espíritu, las costumbres y la personalidad de mucha gente que en el espíritu de las normas y leyes oficiales en sí. Los mismos dioses se entretenían premiando y castigando continuamente a los hombres por sus acciones, permitiendo a las clases dirigentes, las que interpretaban su voluntad, manipular a placer el comportamiento de la comunidad. En este sentido, resulta una pequeña obra de arte el argumento de que una simple infracción por parte de cualquier miembro desata la ira del dios o los dioses sobre toda la comunidad, de modo que todos se convierten en policías de la moral y las buenas costumbres.
A los animales, dado que no podemos comunicarnos con ellos racionalmente, se los premia y se los castiga para domesticarlos. El premio y el castigo siempre lo administra un ser superior, es una potestad y un símbolo del poder; el premiado o castigado está sometido al que concede o aplica el premio o el castigo. Por supuesto, lo puedes ver o interpretar de otra manera, pero también se puede ver o interpretar de esta, por lo que algo de eso habrá.
En el campo de la educación, siempre se ha dicho que el premio vicia el sentido de las buenas acciones. Promueve que estas se realicen para obtener el premio, no por su valor intrínseco, y que el que las realice esté actuando para el que premia, no para sí mismo. Con el castigo también pasa lo mismo: no dice nada sobre la categoría de la acción, solo que hay personas con poder para hacerlo que van a actuar contra ti si te comportas de esa manera. Si consideras injusto el castigo, aprenderás quienes son tus enemigos, no cuales son las malas acciones. Resulta mucho más productivo trabajar con las consecuencias naturales de tus actos, de manera que se eduque la responsabilidad personal, no el acatamiento de normas, pero esto también requiere de mucha más atención y, sobre todo, de una gran preparación por parte de los educadores, algo de lo que me temo que no andamos precisamente sobrados.
En el ámbito socioeconómico se están estudiando mucho actualmente una forma suave y más apropiada de motivación basada en los incentivos, como ponen de manifiesto trabajos como el de Richard H. Thaler, en La psicología económica, o David Kahneman, en Pensar rápido, pensar despacio. Se trata de hacer algo más costoso el actuar de la manera incorrecta que hacerlo de la correcta, pero sin interferir demasiado en la toma de decisiones, de manera que el sujeto no se sienta presionado por nadie al tomarlas. No deja de ser una forma de manipulación, pero creo que se puede ver también como una facilitación natural, del mismo modo que las plantas hacen más apetecibles sus frutos para que los animales las coman y esparzan sus semillas, o los recubren con espinas para evitarlo.
Y llegamos al punto donde quizás es más evidente, y más inútil y contraproducente, el sistema de premios y castigos: el sistema penitenciario. Ya solo el nombre muestra a las claras cual es el objetivo, pues penitenciario viene de penitencia, pagar por tus pecados. Códigos legales tan antiguos como el código de Hammurabi o las leyes de Dracón exponen un catálogo de castigos crudelísimos para prácticamente cualquier infracción. Dedos y ojos arrancados, miembros cercenados, narices y orejas cortadas, enterramientos en vivo y, por supuesto, la pena de muerte aderezada con sádicas torturas en presencia del resto de la comunidad, para que disfruten y, por supuesto, para que aprendan a lo que se exponen. El hecho de que consideremos que estos códigos en realidad eran “progresistas”, pues evitaban grandes matanzas indiscriminadas como venganza a cambio de un castigo ejemplar enfocado solo sobre los culpables directos de una acción, nos permite hacernos una idea del punto del que hemos partido como sociedad y de qué clase de polvos vienen los lodos actuales.
No sabemos cuántos delitos han evitado estas medidas a lo largo de la historia, pero sabemos que nunca han servido para erradicarlos. La gente tiene una gran tendencia a exponerse a grandes peligros por ambición o por simple estupidez, en busca incluso de pequeñas recompensas, como fumarse un cigarrillo, algo que resulta paradójico si lo comparamos con la tremenda aversión al esfuerzo (no me gusta usar esta palabra, pero creo que se entiende mejor así) dirigido a la formación y el crecimiento personal, algo que ofrece siempre recompensas mucho mayores, si se hace bien. En este sentido podríamos decir que parecen tanto o más disuasorias las matemáticas como la guillotina.
Los premios en el sistema penitenciario, como los permisos, la redención de penas por el trabajo o simplemente por buen comportamiento, y cosas por el estilo, son contraproducentes porque da la sensación de que el preso nos está haciendo un favor por comportarse como es debido, y nosotros, claro está, le pagamos por el servicio. La recompensa por el trabajo es aprender a trabajar bien, algo que te permite ganarte la vida con menos complicaciones que delinquiendo, aunque probablemente te proporciones bastantes menos ingresos. El sueldo no es un premio por haber trabajado, como el terroncito de azúcar que le das al caballo, sino parte de un trato comercial de intercambio de bienes. La persona no está en la cárcel por no portarse bien, sino por portarse mal. Ni al preso ni al no preso se le debe recompensar por portarse bien, puesto que eso se debe hacer por voluntad propia, y las consecuencias del acto son y deben ser su propia recompensa. Lo que aprende la gente a la que se le recompensa de manera indebida es que puede manipular en su favor a los demás y, además, cobrar por ello. Lo último que se le debe enseñar a un delincuente es que eres un pánfilo. Las consecuencias de hacerlo son siempre responsabilidad del pánfilo. También resulta grotesco ese empeño en todos los juicios por arrancar una declaración de arrepentimiento (pagada convenientemente con una reducción de condena) al reo, cuando la única muestra de arrepentimiento sincero que puede existir es entregarse después del crimen por arrepentimiento, no arrepentirte cuando te pillan y te juzgan, porque entonces por lo que te arrepientes es por lo que te va a caer encima.
En cuanto al castigo, lo único que aporta en última instancia es una tarificación del delito. A tanto el padre asesinado, a tanto la violación. Existiendo el simple argumento de retirar de la circulación a las personas peligrosas para evitar que sigan perjudicando al resto, resulta totalmente absurdo empeñarse en seguir hablando de castigos a los crímenes. Hace poco, en un documental, aparecía un sicario del cartel colombiano de Medellín que ahora se dedica a recrear sus asesinatos para los turistas, a modo de espectáculo. A la pregunta de si estaba arrepentido de sus crímenes, contestó que él ya había pagado su deuda con la sociedad. Así se las ponían a Fernando VII. Es natural que un ladrón que ha causado destrozos en una vivienda los pague, y que pague también una indemnización, pero cuando se trata de crímenes (asesinato, violación, secuestro, tortura), el pago es imposible. Ponerle precio a estas cosas es obsceno, y solo beneficia al criminal. La justicia, afortunadamente, ya no se dedica a administrar la venganza, por lo que no hay manera de resarcir a las víctimas. A la sociedad solo le queda el compromiso de que no volverán a dañar a nadie más, si es necesario permaneciendo el resto de sus vidas en una prisión, haciendo uso de la prisión permanente revisable, que permite revertir la situación, pues no somos asesinos. Sin premios, sin castigos, permitiendo que el recluso pueda desarrollarse como persona, pero por su propio beneficio, no para obtener una recompensa adicional por ello. La toma de decisiones es la esencia de la libertad, no la simple libre circulación. En prisión se debe permanecer hasta que uno aprenda a ser libre. Lo que hay que desarrollar son buenos elementos de juicio que permitan determinar esto de manera más sofisticada que la simple suelta de criminales cuando nos caduca el permiso para tenerlos encerrados y a ver qué pasa. El resto de los ciudadanos no somos conejillos de indias para realizar este tipo de comprobaciones.