Vivir para los demás
Supongo que todo el mundo pensará que soy un bicho raro si digo que suelo intentar aprender matemáticas por el simple placer de hacerlo, por puro interés personal. Ahora mismo, por ejemplo, llevo un tiempo estudiando ecuaciones diferenciales, algo que, en principio, no me sirve de nada en mi trabajo, solo para entender mejor otra cosa complicada que tampoco me sirve para nada más que para satisfacer mi curiosidad, los sistemas complejos y la teoría del caos. También estudio de vez en cuando biología y bioquímica, aunque soy informático.
Es posible que eso pueda llevar a pensar a alguien que soy una especie de genio al que se le dan muy bien estas cosas. Nada más alejado de la realidad. Aunque soy capaz de entender cómo se resuelve una ecuación diferencial, la casi totalidad de las veces que resuelvo algún problema me equivoco en alguna cosa y el resultado es incorrecto. No importa las veces que lo haga, la mayoría de ellas algo está mal. Lo mismo me pasaba en el instituto, y luego en la universidad. Esto significa habitualmente obtener una mala nota, o incluso suspender el examen.
Aunque es un poco exasperante, no me importa demasiado; incluso pienso, puesto que soy programador, en hacerme un programa tipo calculadora para hacer las operaciones sin equivocarme. Hago esto por propia iniciativa, por simple placer personal; me doy cuenta de que entiendo el concepto, puedo encontrar algún modo de obtener un resultado correcto, nadie me pone trabas o reglas, nadie me va a examinar, en ningún momento me siento frustrado ni pienso en dejarlo porque no me sale perfecto. No me produce sentimiento de frustración.
También me imagino lo que debe sentir un estudiante que esté haciendo lo mismo, pero porque debe hacerlo, porque tiene que aprobar el examen, y lo tiene que aprobar como le digan y cuando le digan. Él no está estudiando esto porque quiere, sino porque forma parte del plan de estudios obligatorio, así que lo estudia para los demás, para el profesor, para sus padres, para la sociedad. Le dicen que se debe esforzar, y se esfuerza, pero nada, no avanza lo suficiente. También le dicen que, a fuerza de perseverar, le acabará gustando, pero él cada día lo aborrece más. Cuando llega el examen, hace lo que puede, y el resultado suele ser peor de lo esperado. Sabe que si pudiera consultar algún libro, o buscar un poco por internet, lo haría mejor, pero las reglas son que lo haga sin ayuda. Aunque le dicen que esto será bueno para su futuro laboral, no puede resolver los problemas como lo haría en un trabajo real; tampoco conoce a nadie que use estas cosas en la realidad. Todo resulta muy frustrante y carente de sentido. Cuando por fin consigue aprobar, se siente aliviado, y probablemente ya nunca querrá saber nada de lo que para él solo ha supuesto una condena; cada vez que vea un libro de matemáticas o una fórmula un poco complicada, le entrarán escalofríos y sentirá una fuerte sensación de rechazo. Esto es lo que significa vivir para los demás, hacer las cosas porque las tienes que hacer, porque alguien te dice que debes hacerlas.
Existen personas con iniciativa a las que no hace falta decirles que hagan las cosas, tampoco resulta fácil que las hagan como tú quieres, porque tienen sus propias ideas, y probablemente las hacen mucho mejor así. Otras personas son obedientes y les gusta obedecer, y muchas veces les acaba gustando realmente lo que hacen actuando de esta forma; pero creo que la mayoría de la gente arrastra bastantes frustraciones por tener que vivir haciendo lo que otros quieren que hagan, y muchas veces sin saber en absoluto qué harían si fueran ellos los que pudieran decidirlo. Posiblemente la causa esté más en la falta de iniciativa que en unas supuestas capacidades innatas. El ser humano, como todos los animales, nace con un poderoso equipamiento para aprender, pero prácticamente inútil incluso para satisfacer sus necesidades más básicas. Los niños pequeños están constantemente asombrados por todo lo que pasa a su alrededor, lo quieren tocar todo, son máquinas de aprender porque para ellos aprender es una necesidad vital. Solo unos pocos niños, que nacen con trastornos mentales, están como ausentes y no parecen interesarse por su entorno. Pero, en algún punto del desarrollo, parece que la cosa se tuerce en mayor o menor medida y la motivación va disminuyendo, o desaparece por completo, a medida que nos vamos haciendo mayores, en un proceso descendente que dura toda la vida. Es posible que sea algo natural, una característica de nuestra especie; es posible que los seres humanos con mucha iniciativa y un gran interés por aprender y hacer cosas sean excepcionales, y que lo normal sea ir por la vida un tanto desganado y dejándose arrastrar por las circunstancias, estimulado o incluso obligado por los demás.
O también es posible que simplemente la iniciativa sea más o menos frágil dependiendo de la persona, y que, con nuestra habitual sabiduría heredada de nuestros sapientísimos ancestros, nos dediquemos a cargárnosla sistemáticamente, aunque esos sí, con las mejores intenciones del mundo.
Si nos retrotraemos a cualquier tiempo alejado más de un siglo de la actualidad, seguramente encontraremos únicamente sociedades basadas en el autoritarismo, en el ordeno y mando de unos pocos, en sistemas dónde son habituales la esclavitud y la servidumbre, en el pensamiento dirigido por religiones o doctrinas políticas, dónde los disidentes son perseguidos si son pocos o causan guerras de exterminio mutuo si son suficientes. Y lo peor de todo es que, en muchas ocasiones, todo eso está plenamente justificado. Los prisioneros de guerra que son sometidos a la esclavitud, someten a su vez a los vencidos cuando son ellos los vencedores, los siervos someten a servidumbre a otros si se convierten en señores, y los perseguidos por sus ideas persiguen a su vez a los persecutores cuando la fortuna cambia de bando.
Las cosas se supone que han ido mejorando en el sentido de seguir una tendencia hacia una mayor libertad y consideración con el prójimo y sus ideas. Pero el peso de la tradición es muy grande, aunque no en la misma medida para todas las personas, así que siempre nos ha ido quedando algún resabio autoritario de los tiempos antiguos. Mucha gente entiende la sociedad como un sistema jerárquico basado en el acatamiento de directrices y de normas, tanto desde el punto de vista del que pone las reglas como desde el del que las acata. Y esto no está reducido solamente a cuestiones de peso como las leyes, también pasa con las costumbres, o simplemente las reglas de cortesía y urbanidad; incluso sucede con cuestiones tan nimias como la moda. Todos estos acatamientos, cuando los sentimos como tales, son los que conforman la parte de vida que en realidad vivimos para otros. Y esta es la parte de la vida que genera las frustraciones y el no saber para qué nos levantamos cada mañana.
Habrá quien considere que la obediencia es necesaria, al menos para algunas cosas. A los niños pequeños hay que enseñarles a obedecer a sus padres, porque saben mejor que ellos lo que les conviene y todavía no están preparados para entender las razones; luego hay que seguir obedeciendo en el colegio, porque a casi ninguno le gusta ir a clase ni sabe muy bien para qué tiene que aprender muchas de las cosas que le pretenden enseñar, ya que las razones solo se entenderán cuando sean mayores y trabajen. En el trabajo, donde muchos tampoco querrán realmente estar, tendrán que seguir obedeciendo a sus jefes, y cuando sean jefes, tendrán que obedecer a otros que serán todavía más jefes que ellos. Para muchos, la solución está muy clara: desobediencia.
Pero la desobediencia no es lo contrario de la obediencia, como piensa casi todo el mundo. Lo contrario es la autonomía. La autonomía es lo que te hace sentirte libre, y eso es lo que hace que quieras aprender y hacer cosas. Pero es una pescadilla que se muerde la cola, pues para empezar a ser autónomo hay que aprender bastante y desarrollar bastantes cualidades, para eso hace falta motivación, la motivación surge de tener opciones interesantes y querer explorarlas, y esas opciones surgen del conocimiento; parece que no hay manera de encontrar un punto de inicio claro. Obviamente, a los niños se les puede ir enseñando poco a poco. El problema está en que no se puede enseñar lo que uno mismo no sabe hacer. Quizás los adultos deberíamos hacer un esfuerzo por intentar aprender a ser lo más autónomos que sea posible, a no necesitar tantas normas y reglas, que tienen su origen en las sociedades en las que, quien más quien menos, era un salvaje, y todos se tenían que cortar bastante para poder convivir. Parece que hoy en día estamos haciendo avances en el terreno emocional que son bastante notables; ahora solo nos falta que pongamos el mismo entusiasmo en el terreno intelectual, y seguro que lo bordamos.