El error del elitismo
No es ningún secreto para nadie, excepto quizás para los creacionistas, que el ser humano ha evolucionado a partir del mono. Del mono hemos heredado la constitución física y, al parecer, también la organización social; los simios más próximos genéticamente a los humanos, los chimpancés y los bonobos, se organizan en grupos dominados por un pequeño grupo de machos o de hembras y altamente jerarquizado; nosotros también.
Todas las organizaciones sociales humanas, sean del tipo que sean, se basan o se han basado en una élite dirigente, apoyada en un estrato formado por milicias armadas y burócratas, y el resto de la población, que puede comprender ciudadanos libres con diferentes ocupaciones, siervos, esclavos, etc. y que también se encuentra estratificada en jerarquías de menor rango. Uno de los objetivos que puede tener la élite dirigente es el simple enriquecimiento a costa del resto, que normalmente están sometidos en condición de siervos o esclavos, y que se justifica con los habituales argumentos peregrinos: que si el grupo elegido por la divinidad, que si los descendientes de los padres fundadores, que si la sangre noble o, más honestamente, por simple derecho de conquista; se trata de las élites extractivas de las que hablan Daron Acemoglu y James A. Robinson en su famoso libro Por qué fracasan los países. Este tipo de sociedades solo le interesan a la élite dominante, por lo que no tienen una función social general que haga interesante criticarlas ni tratar de mejorarlas; todas acaban fracasando, normalmente de forma violenta, a causa de su corrupción y degeneración, aunque mientras duran sirven perfectamente a los objetivos marcados.
Otro tipo de élite es aquella con pretensiones de tener una función social relevante y que se justifica en nombre del interés general. Se trata del viejo sueño de la aristocracia, unos seres virtuosos y sabios que constituyen un grupo minoritario superior al resto y que toman las riendas del gobierno para beneficio y prosperidad de todos, en especial de ellos mismos, aunque suelen argumentar que en realidad están haciendo casi un sacrificio en aras de un supuesto deber para con la comunidad. Incluso concediendo, que ya es mucho conceder, que hayan existido alguna vez estos supuestos aristócratas y que las cosas hayan empezado como se cuenta, este tipo de sociedades acaban también sistemáticamente convirtiéndose en sistemas más o menos oligárquicos, si no directamente a manos de los padres fundadores, a manos de sus hijos o de sus nietos, nacidos entre algodones y separados completamente del resto de los mortales. Toda desigualdad social genera intereses divergentes, y todo grupo considera que sus intereses y necesidades son superiores o más urgentes que los del resto; si además añadimos la creencia de que nuestro grupo es fundamental para el buen funcionamiento de la sociedad, pronto el interés por mantener el estatus quo superará a los intereses generales y se convertirá en el motor de la toma de decisiones, como expone Robert Michels en su libro Los partidos políticos.
Este tipo de sociedades también han fracasado sistemáticamente a lo largo de la historia, independientemente, o muchas veces a causa, del grado de prosperidad alcanzado, degenerando por medio de la corrupción, la violencia y la acentuación del descontento debido a las desigualdades sociales. Tenemos ejemplos notables en la antigua Grecia, la degeneración de las grandes potencias de Esparta y Atenas, que podemos seguir a través de obras como Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides y Helénicas, de Jenofonte; la mismísima Roma, cuyo auge y caída podemos seguir también en numerosas obras, como Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio e Historia de la decadencia y caída del imperio romano, de Edward Gibbon. La misma suerte han sufrido las monarquías absolutas, los sistemas revolucionarios como el comunismo o el fascismo, o las dictaduras militares salvadoras de patrias. Los sistemas que están vigentes en la actualidad, sean o no democracias, obviamente todavía no han caído, pero siguen empeñados en perpetuar, o se muestran incapaces de superar, el modelo social elitista, por lo que es de temer que probablemente seguirán el mismo camino, pues presentan características similares, como la formación de oligarquías, la corrupción o la creciente desigualdad.
Como considero que el único sistema político que merece la pena es la democracia, creo que es mejor centrarse en ella y olvidarse del resto de opciones. Nuestras flamantes y liberales sociedades democráticas contemporáneas también reproducen los esquemas elitistas tradicionales, solo que tratan de maquillarlos o suavizarlos procurando tirar lo menos posible del jarabe de palo y derrochando un discurso bastante pomposo, y a menudo empalagoso, loando las bondades del sistema, discurso que cada vez resulta más falso cuando uno se pone a comparar la teoría, lo que debería ser, con la realidad, lo que de verdad es.
Ya sé que en una democracia se supone que la legitimidad y las leyes proceden de la voluntad popular, pero esto no es más que otra convención, que tiene de cierto lo que podamos conseguir que lo sea. Creo que corresponde a cada uno de nosotros el preguntarse honestamente, y tomándose todo el tiempo que necesite, hasta qué punto estamos cualificados para participar en la toma de decisiones importantes que marcan la diferencia entre una buena gestión y la clase de gestión chapucera y mediocre a la que estamos acostumbrados, sin olvidarnos de que para poder hacer bien esto es imprescindible contar con la información necesaria, que nuestros amantes representantes se empecinan en negarnos sistemáticamente; ¿cuántos de nosotros, en caso de que esto no fuera así, nos molestaríamos en hacer uso de dicha información, teniendo en cuenta que probablemente necesitaríamos algo de formación para poder manejarla?
Creo que pretender acabar con las élites y el elitismo es una quimera. Siempre habrá ricos muy ricos y personas poderosas; pero lo que quizás sí que sea posible es mover el centro de gravedad alrededor del que giran nuestras preferencias y nuestros valores, de manera que el peso social de las élites se reduzca hasta el mínimo posible. Tenemos un montón de creencias y tradiciones políticas que fomentan el elitismo incluso sin darnos cuenta, como el empecinamiento en que sean las propias élites las que arreglen los problemas que ellas mismas causan o la necesidad de tener un líder y una ideología que seguir. Hacernos lo más independientes e individualistas que sea posible, sin olvidar nunca nuestra faceta social, que proviene de nuestra naturaleza, y no de las normas, es un buen camino a seguir; para ello, resulta un ejercicio muy conveniente revisar nuestras ideas con detenimiento de vez en cuando, para desprendernos de todas aquellas que encontremos contraproducentes, pues todas son cuestionables y desechables; sin olvidar que, de lo único que nunca debemos desprendernos, es del sentido común.