El problema del ser supremo
Al margen de lo que pueda pensar mucha gente, objetivamente hablando, no tenemos ninguna prueba de que exista en el universo un ser con capacidades superiores a las nuestras; no me refiero a que nos supere en alguna aptitud concreta, eso lo hacen muchos animales de uno u otro modo, sino de manera global, en conjunto. Somos capaces de dominar nuestro entorno y a todas las criaturas, pero vamos dando tumbos a lo largo de la historia, comportándonos más bien como borrachos pendencieros que como los aristocráticos soberanos que deberíamos ser.
Los animales que viven en estado salvaje se relacionan más o menos entre sí y con otras especies, a las que utilizan como presas para alimentarse o con las que establecen relaciones de simbiosis o parasitismo, pero no necesitan formalizar acuerdos ni establecer reglas, entre otras razones porque simplemente no pueden. La dominación se establece siempre por el uso de la fuerza bruta, lo que significa que el máximo exponente de las relaciones entre animales salvajes es el poder, y no pueden aspirar a nada más que a eso.
Sin embargo, cuando los animales son adoptados por los seres humanos y se relacionan con nosotros, podemos observar que su comportamiento puede ir más allá de las simples relaciones de poder y que son capaces de entender y asumir reglas que ponemos nosotros y establecer relaciones de verdadera amistad entre especies que en la Naturaleza no se darían en modo alguno; su comportamiento se vuelve mucho más pacífico y amistoso, podríamos decir incluso que más civilizado, como cualquiera puede comprobar en la infinidad de videos que aparecen continuamente en las redes sociales. Nosotros aportamos a los animales algo que ellos no pueden generar, pero que entienden perfectamente y aceptan con entusiasmo: la autoridad. La autoridad es capaz de imponerse y controlar las relaciones de poder entre los animales. Todos los amos de perros saben que sus mascotas no pierden su instinto de pelear con otros perros, pero es posible evitar esta pelea sin necesidad de tener que agredir al animal; si el perro está bien educado, acatará nuestras órdenes, aunque sea a regañadientes, y no es necesario pelear con ellos desde cachorros para que se decida por la fuerza quién manda.
Nuestras mascotas no nos obedecen por miedo, sino por respeto, que está formado básicamente por cariño y admiración; nos consideran seres superiores, con los que se pueden relacionar casi como iguales, que es la máxima muestra de superioridad que puede darse. Aprenden mucho de nosotros y sus vidas son mucho más fáciles a nuestro lado, y acaban siendo completamente dependientes de su relación con los humanos; curiosamente, hasta a los animales de granja, con los que tenemos una relación que no es precisamente amistosa, les llega a suceder esto en algunas ocasiones. La autoridad está ligada al respeto y a la prosperidad, del mismo modo que el poder está ligado al miedo y a la sumisión. Esta es una de las razones por la que a los representantes del poder les encanta autodenominarse autoridades.
Pero el poder puede ser una herramienta social valiosa y necesaria, siempre y cuando esté bajo control y no se vuelva contra nosotros, y el contrapeso natural del poder es, por supuesto, la autoridad, por tratarse de una construcción de orden superior, basada en la inteligencia, que dirige la fuerza bruta hacia actividades productivas. El ser humano desciende del mono, y además es un animal de costumbres y tradiciones arraigadas, por lo que conservamos con entusiasmo el instinto de poder heredado de nuestros ancestros, y hemos mejorado enormemente nuestra capacidad de ejercerlo; lamentablemente, con la autoridad no ha sido así, nos resistimos a las novedades, por necesarias que puedan llegar a ser.
Y lo cierto es que todos nos hemos dado siempre cuenta de lo necesaria que es la autoridad. Cuando se discute sobre la mejor forma de hacer algo o tratar algún asunto peliagudo, es muy normal encontrarse con preguntas como ¿Y quién decide que eso es así?, ¿Y por qué va a ser mejor esto que lo otro? Los casos en los que el poder se ha ejercido por simple derecho natural (lo que en lenguaje vulgar se expresa como “por mis santos cojones”) han sido raros, siempre se ha tratado de justificar de alguna manera la supremacía de unos sobre otros, de añadir al menos algo de autoridad al asunto para legitimarlo. El problema es que la autoridad no te la puedes sacar de la chistera, hay que desarrollarla de verdad, no la puedes imponer por decreto o por nombramiento. Por otra parte, el poder es fácil de demostrar, basta con un simple garrotazo, pero para identificar y reconocer la autoridad también hay que participar algo de ella. Somos una especie que no tiene nada fácil el pleno desarrollo de nuestras capacidades; de hecho, parece algo dificilísimo, como demuestra nuestra historia y, por supuesto, nuestro presente. Pero, como también somos muy ingeniosos, a la vez que muy ingenuos, nos hemos inventado un sucedáneo de la autoridad que, si bien no ha tenido nunca un éxito completo, ha funcionado bastante bien en sus diferentes variantes: las entidades superiores.
Las entidades superiores siempre son abstractas, por lo que tienen la ventaja añadida de que necesitan representantes humanos que las interpreten y hablen por ellas y que, como es natural, son precisamente los integrantes o aspirantes al poder que se va a justificar mediante dichas entidades. Sorprendentemente, la idea cuela sin demasiados problemas, si no es en una variante, será en otra. Veamos algunas de ellas:
La primera de ellas es la idea de los dioses. Generalmente, los dioses combinan en una sola entidad poder y autoridad, tienen superpoderes y un conocimiento superior que el ser humano no puede ni siquiera alcanzar, aunque curiosamente, sus portavoces pueden entender e interpretar sus mandatos sin problemas. Los dioses, además, permiten generar una infinidad de libros y objetos diversos que simbolizan su autoridad y que permiten, por lo tanto, añadirle algo de existencia material. Los símbolos han permitido crear también entidades superiores como los pueblos o las naciones, que no se sabe muy bien lo que son, pero que consiguen atraer a la gente incluso hasta el fanatismo. Para aquellos a los que no les gusta la idea de seres supremos, tenemos también los simples principios superiores; ¿para qué necesitamos la complicación de crear un dios, en el que creemos por intuición o por fe, que nos proporcione esos principios? ¿No es más fácil crear nosotros mismos esos principios y creer directamente en su verdad por intuición o por fe? Estos principios son más propios de personas ilustradas con mentes más científicas que místicas, quizás guiados por el principio de parsimonia o navaja de Ockham (entre dos soluciones igual de buenas, quédate con la más simple).
En cualquier caso, la cosa no ha pasado de ser un apaño que solo consigue convencer a parte de la humanidad, de la misma manera que lo pueden hacer muchas personas con carisma sin necesidad de recurrir a estos principios trascendentes (la moda, la música o el deporte son claros ejemplos). Lo que de verdad necesita el ser humano es una autoridad que todos seamos capaces de reconocer (del mismo modo que todos somos capaces de reconocer el poder de una buena hostia, nos guste o no nos guste). Curiosamente, la autoridad es algo meramente consultivo, no consiste en mandar, sino en aconsejar, no obliga a nadie a nada; debería resultarnos más fácil desarrollarla, pero nos sentimos más cómodos con las relaciones de poder; nuestros intentos por implementar una autoridad universal acaban siempre inevitablemente en un enfrentamiento de facciones.
Quizás el problema sea simplemente que, cuando la tarea es difícil, la mayoría de la gente prefiere que se ocupen otros del asunto; idea que está ampliamente sostenida sobre una interpretación un tanto sui generis del concepto de reparto del trabajo. Creo que para que podamos tener por fin esa autoridad universal que tanto necesitamos no nos queda más remedio que ser capaces de participar todos en ella. Como no podemos establecer a priori qué es y qué no es autoridad, o simplemente acabaremos peleándonos como siempre y poco más, digamos como aquellos que esperaban al mesías en la antigüedad al ser preguntados sobre cómo era dicho mesías: “cuando lo vea lo reconoceré”. Para tener autoridad hay que entender el mundo que nos rodea y saber enfrentarnos con éxito a los problemas que nos propone. Nadie es capaz de abarcar esto en su totalidad, por lo que debemos apoyarnos en el conocimiento y las experiencias de otros. La mejor forma de trabajar todo esto es mediante un intercambio de ideas continuo, atacándolas y defendiéndolas con rigor y despiadadamente si hace falta. Puede parecer que ya lo estamos haciendo; lo que se dice atacar y defender, es muy posible, pero creo que estamos muy alejados de hacerlo con rigor. Hay mucho dogmatismo, simplismo y escaqueo a la hora de dar explicaciones, o incluso de pedirlas; resulta casi imposible arrancar una contestación de verdad a una pregunta comprometedora y, por supuesto, tratamos de esconder el máximo de información posible para que nuestros oponentes no puedan pillarnos en un renuncio. Esto sigue pareciendo más una pelea de borrachos que otra cosa, y de ahí no puede salir la autoridad de ninguna manera.