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jueves, 14 de diciembre de 2017

Libertad de expresión y ofensas

La libertad de expresión es uno de los pilares básicos de las sociedades libres y democráticas. Es una de las primeras cosas con las que se acaba en los sistemas que caminan hacia el totalitarismo, y siempre ha sido muy temida por los que detentan el poder de forma absoluta o tiránica. Mucha gente ha acabado en la cárcel simplemente por expresar opiniones.

Libertad de expresión
La libertad de expresión no debe ser defendida cerrándole la boca al prójimo

A mi modo de ver, la diferencia entre una libertad y un derecho es que, en el primer caso, la responsabilidad de lo que hagas con ella es totalmente tuya y no es siempre defendible, mientras que, en el segundo, existe un compromiso social y legal de defender las acciones que se realizan en su ejercicio, pues está diseñado para resultar siempre beneficioso. De todas formas, la frontera entre una cosa y la otra no siempre está clara.

Decir algo importante e interesante resulta trabajoso y requiere tener la cabeza bien amueblada, por lo que lo más común es escuchar cosas irrelevantes, simples estupideces o incluso barbaridades de todo tipo, sobre todo en las redes sociales o los medios de comunicación, donde parece que el coeficiente intelectual, incluso el de personas que, en principio, deberían estar por encima de la media, se reduce de forma proporcional al número de oyentes.

Las cosas irrelevantes forman parte de nuestro hablar habitual y no molestan a nadie, las estupideces pueden llegar a molestar, pero, aparte de poner mentalmente de vuelta y media al emisor, podemos pasarlas por alto sin demasiada dificultad. El problema suele estar en lo que consideramos barbaridades, ya que mucha gente las considera inadmisibles y ofensivas y pueden llegar a derivar incluso en acciones judiciales y tener consecuencias penales, por no hablar directamente de acciones violentas. La cuestión es que la frontera entre una estupidez y una barbaridad no está definida por criterios absolutos y objetivos, sino que la pone cada uno según su criterio y creencias personales, que además puede cambiar a voluntad todas las veces que quiera.

Y aquí radica el problema central de la libertad de expresión, ya que normalmente pretendemos que estas barbaridades constituyan límites a la misma, y eso puede generar conflictos sociales debido a la arbitrariedad de los criterios de cada uno. Lo peor de todo viene cuando se recurre al poder para actuar contra la cháchara de los energúmenos, ya que éste tiene una tendencia natural al abuso, incluso en las sociedades que se dicen democráticas. Entre los políticos y sus representados se produce muchas veces un efecto bola de nieve que puede acabar siendo grotesco e incluso peligroso. Los políticos son siempre oportunistas, pues andan a la caza de votos, y, cuando detectan una cierta demanda, sobre todo si les parece fácil de satisfacer, se apresuran a realizar su oferta para cubrirla. Los representados, por otra parte, pueden llegar a parecer insaciables cuando se atienden sus demandas, y siempre piden un poco más, con lo que solo la sensatez de unos y otros, algo que suele escasear, puede poner freno a esta escalada.

Dejando aparte cosas que parecen bastante claras, como acusar en falso a alguien de un delito, las amenazas creíbles (y resalto lo de creíbles) o el acoso personal, la clave para considerar algo inadmisible parece estar en la ofensa. Las sociedades obsesionadas con la corrección política y el sentimentalismo exacerbado, como la nuestra, pueden derivar peligrosamente hacia un puritanismo opresivo y la vuelta a la censura oficial, con los ciudadanos acudiendo llorosamente a chivarse a la seño cada vez que se lastiman sus delicados sentimientos, o el gobierno actuando de oficio para preservar la paz social y evitar que las cosas acaben en violencia física entre personas que no tienen los suficientes recursos intelectuales como para contestar debidamente a los exabruptos vomitados por el becerro de turno.

La ofensa constituye la frontera para pasar a la acción. Desde el principio de los tiempos se ha educado al ser humano para ser sensible a las ofensas. Antiguamente las ofensas se lavaban con sangre. Un hombre no era un hombre si permitía que otro le ofendiera y quedara impune, si un noble consideraba que un inferior le faltaba al respeto debido, la ofensa era castigada con la prisión, la tortura o la muerte (por supuesto, si era al revés, no había nada que hacer). Los padres enseñaban a los hijos a no permitir bajo ningún concepto que otro les ofendiera, era un tema central en las novelas, canciones y obras de teatro, y, como somos animales de costumbres, esto es algo que se ha ido transmitiendo durante generaciones llegando hasta nuestros días, de manera que resulta algo casi instintivo (algo de instintivo debe tener, yo de niño tenía un perro, y solía cabrearse bastante cuando me reía de él).

Llegamos al punto de considerar las ofensas como agresiones, algo que a mi modo de ver desvirtúa las verdaderas agresiones, que son las físicas, y que son totalmente inadmisibles (la defensa propia no es una agresión, aunque sea violenta, siempre que sea proporcionada). Pero el que trata de ofendernos sí que considera la ofensa como una especie de agresión, pues pretende hacernos daño, aunque solo sea moralmente. Consideran la ofensa como un arma, y esto tiene que ver con el poder. Pretenden tener poder sobre el ofendido, y normalmente a un precio bastante bajo, simplemente con una grosería o un insulto fácil. La fuerza que tiene una amenaza para nosotros se puede medir por los medios que utilizamos para rechazarla. Recurrir a las instituciones del estado para actuar contra el imbécil que nos ofende, incrementa enormemente el poder efectivo que estos impresentables tienen sobre nosotros, y de paso el poder del estado, al que muchas veces se le ocurren ideas peregrinas sobre lo que hacer con él.

Cuando acudimos a clases de defensa personal, algo muy recomendable hoy en día, obtenemos recursos para repeler agresiones físicas peligrosas y salir con bien de situaciones de riesgo. Aunque la policía está para defendernos de este tipo de agresiones, es evidente que normalmente no van a estar allí cuando sucedan, por lo que nos comeremos la agresión y en todo caso se actuará a posteriori contra el agresor. Ser capaces de atajarlas por nosotros mismos refuerza la personalidad y la seguridad en uno mismo, sin necesidad de dejar de ser por ello una persona pacífica. Con las ofensas sucede algo parecido. Como la defensa debe ser siempre proporcional a la agresión, o no es defensa, está claro que contra una ofensa verbal se deben utilizar recursos intelectuales. A diferencia de lo que sucede en el caso de las agresiones físicas, donde los agresores suelen estar entrenados en técnicas de lucha, nuestros ofensores tienen normalmente una capacidad intelectual ínfima, por lo que no resulta difícil superarlos, con las ventajas adicionales que supone adquirir cultura y desarrollar la inteligencia para todas las demás facetas de la vida. También resulta muy conveniente subir lo máximo posible nuestro umbral de sensibilidad. Nadie se siente ofendido porque un perro le ladre por la calle, o porque un mono parezca burlarse de nosotros en el zoo. Saber ver al ofensor como un enano intelectual permite convertir muchas barbaridades en simples estupideces que no merecen ni siquiera nuestra atención y, sin perder los papeles, contestarle como se merece.

Considero un error pensar que el objetivo de la libertad de expresión es que cada uno pueda decir lo que quiera y que hasta las estupideces del iluminado de turno deban ser tenidas en cuenta y sometidas a consideración. Creo que es más acertado verla como una mina de la que pueden salir buen ideas productivas y provechosas para la sociedad, pero siempre acompañadas de un montón de otras ideas improductivas e irrelevantes o que son simplemente basura. Separar el grano de la paja es un trabajo intelectual necesario pero que no siempre es fácil, pues requiere de una buena formación. Limitar esta libertad puede ser un error que paguemos caro si no se tiene un cuidado escrupuloso al hacerlo, o si se realiza por intereses torticeros o ideológicos. La mejor forma de defenderla no es impidiendo decir ciertas cosas, sino hacerse intelectualmente fuerte y desarrollar nuestra capacidad crítica para darles lo suyo a los besugos y enseñarles como defienden sus ideas las personas de verdad, además de ponérselo difícil a los ceporros que quieren aumentar su autoestima a cuenta de reducir la de los demás, haciéndoles recular con el rabo entre las piernas, o hacer sonrojar de vergüenza a las personas inteligentes que rebuznan como asnos en cuanto tienen un teléfono móvil entre las manos. Como decimos en mi clase de Krav Maga, somos pacíficos, pero no víctimas.

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