Anarquía, caos y orden social
En política, es frecuente invocar los conceptos de caos y orden para justificar la toma de medidas drásticas, como el establecimiento de una dictadura o la declaración de un estado de excepción. Los mal llamados antisistema (porque sus métodos e ideología juegan más a favor del sistema que en contra) suelen considerar que el caos deslegitima el sistema al subvertir el orden establecido. Parece que son dos conceptos perfectamente definidos y claros, pero un examen más detenido puede arrojar ciertas dudas sobre ello.
En física, existe la teoría del caos, que se aplica a los sistemas complejos. Un sistema es complejo cuando está compuesto de varios elementos y la naturaleza de las interacciones entre ellos es tanto o más importante que la de los propios componentes, lo que quiere decir que no se puede entender el funcionamiento del sistema estudiando únicamente estos por separado. Al separar el sistema en sus partes, desaparecen las llamadas propiedades emergentes, que son fundamentales para entender el funcionamiento por influir también en el mismo. No se puede entender el funcionamiento del cerebro estudiando las neuronas por separado, porque desaparece la consciencia, que organiza de algún modo el funcionamiento coordinado de las mismas, así como los mecanismos de sincronización entre ellas. Los mecanismos de interacción son de naturaleza no lineal y variable, no basta con sumar sus efectos ni estos son simplemente proporcionales a alguna constante. Podría pensarse que para generar caos son necesarios muchísimos elementos, pero, en realidad, para ello únicamente hacen falta tres en un sistema de al menos tres dimensiones, como pone de manifiesto el famoso problema de los tres cuerpos.
Si a las partículas, planetas, moléculas, o gases atmosféricos que forman los sistemas caóticos no vivos, les añadimos las necesidades cambiantes y los impulsos de la voluntad derivados de las mismas que presentan los seres vivos, obtendremos sistemas que serán todavía más complejos y caóticos. Si además le añadimos la inteligencia semidesarrollada, por falta de tiempo, interés o recursos, del humano medio, distorsionada muchas veces además por la ambición o los vicios, y complementada con un cierto desequilibrio emocional derivado de la falta de adaptación a las condiciones del medio que nosotros mismos nos construimos para vivir, tendremos probablemente el sistema más caótico que puede existir en el universo.
Caos y aleatoriedad no son sinónimos, ni mucho menos. La aleatoriedad es en realidad el grado máximo de desorden y es totalmente impredecible, excepto quizás probabilísticamente. Los fenómenos caóticos no son del todo impredecibles, aunque la exactitud de la predicción se va reduciendo más y más a medida que pretendemos alejarnos en el tiempo, hasta hacerse también completamente impredecible a medio o largo plazo. Lo aleatorio, además, no se puede controlar, pero lo caótico sí, al menos en cierta medida, nunca del todo. En un sistema caótico, las situaciones pueden ser muchas veces similares a situaciones anteriores, pero no tienen por qué evolucionar de la misma forma dos veces, y mucho menos a largo plazo. No se puede repetir la historia del sistema ni volver atrás en el tiempo al mismo punto de partida. Con todo esto, ya podemos tener una idea clara de que para estudiar, analizar y tomar decisiones sobre la clase de sistemas que generamos los humanos necesitamos recurrir a la ciencia del caos, más que al parloteo simplista al que estamos demasiado acostumbrados. La política, la economía, las relaciones sociales, incluso el propio desarrollo personal, se benefician de un planteamiento serio y riguroso basado en el conocimiento que tenemos sobre el estudio de este tipo de fenómenos, que todavía está en pañales, pues solo ha sido posible empezarlo a desarrollar a medida que hemos ido disponiendo de ordenadores más y más potentes que permiten realizar los cálculos necesarios.
Por supuesto, esto trae consigo un problema que se deriva de nuestras pretensiones de establecer un sistema tan complejo como una democracia de manera que sea accesible y comprensible para todos (y todas, por si acaso). Actualmente, el estudio de los sistemas complejos solo está al alcance de algunos científicos, ni siquiera de todos. Aunque considero que la adaptación a una sociedad en la que el desarrollo tecnológico alcanza los ritmos vertiginosos a los que estamos empezando a acostumbrarnos requiere de unos conocimientos técnicos avanzados y generalizados, estos conocimientos no son suficientes para abordar otra serie de problemas de naturaleza más emocional, pero que también son muy relevantes y han estado, están y estarán siempre muy generalizados en nuestras sociedades.
La hiperespecialización que tanto alabamos tiene sus contrapartidas negativas. Los físicos y los matemáticos pueden saber mucho de ciencia, pero no creo que nadie considere que pueden ser unos buenos gobernantes. Además, la separación tradicional de las ciencias y las letras hacen que las dos ramas, cuando se siguen de manera estricta, generen ignorantes ilustrados más que otra cosa. Los gestores públicos deben ser generalistas, entender de todo, para poder entender a su vez a los expertos. Actualmente, los gestores públicos, al menos los de alto nivel, son los llamados “políticos profesionales”, como si para los demás la política fuera o debiera ser algo ajeno o un simple hobby. No creo que sea el único que piensa que, en lugar de ser capaces de entender a todos, en realidad no son capaces de entender a nadie, cuestión que tratan de disimular tras conceptos altisonantes y convenientemente vaciados de contenido como “consenso” y “diálogo”. Cuando no quieras o no sepas muy bien que hacer, realiza algún ritual, que a la gente le gusta y parece que te estás moviendo. Que todo esto funcione, es algo que debería movernos más hacia la autocrítica que a las protestas semifestivas que parecen ser, junto con las votaciones, el único mecanismo posible para la expresión de esa abstracción llamada “voluntad popular”.
Creo que todos, sin excepción, hemos trabajado o trabajamos en lugares donde la chapuza y la desorganización están a la orden del día. No es que todo sea siempre chapucero y desorganizado, pero haberlas haylas. Lo normal es que, en estos casos, el problema sea la actitud o las ideas de ciertas personas. Los demás tratan de neutralizar el problema haciendo el trabajo de dichas personas, si estas son de su nivel jerárquico o de un nivel inferior, o desobedeciendo las directrices cuando el problemático es el jefe, teniendo cuidado de que no se note, eso sí. Esto da lugar a un estado de cosas en el que parece que todo funciona “más o menos”, por lo que no lo estaremos haciendo tan mal. Pero luego resulta que todo esto se lo debemos a las sacrosantas reglas establecidas por nuestros sapientísimos y sacrificados gestores, líderes, o simplemente titiriteros, según cada uno prefiera llamarlos, y las cosas permanecen en estado de chapuza por largos periodos de tiempo, a veces eternamente, con gente trabajando de manera subóptima en su tarea, en la de otros y tratando de deshacer o evitar además estropicios ajenos. Las normas, por supuesto, son bastante diferentes en la realidad y en la teoría, pero siempre se habla de ellas en referencia a esta última, como si coincidieran.
Los humanos hacemos con los conceptos como en el chiste: primero se construye el puente y luego se hace pasar el río por debajo. Todavía nos quedan resabios del pensamiento mágico y consideramos que dominamos las cosas llamándolas de cierta manera o la realidad definiendo los conceptos a nuestra conveniencia. Solemos considerar que la anarquía es la ausencia de gobierno, pero, si el gobierno es gestión, la falta de gestión o la gestión incompetente no deja de ser también anarquía. Se trata de una anarquía a la que todos contribuimos, por activa o, más comúnmente, por pasiva (suelta la piedra y la cacerola, que ya he explicado que no creo que las cosas vayan por ahí). Supongo que no es la anarquía idealizada con la que sueñan los anarquistas, o con la que tienen pesadillas los conservadores, esta simplemente es imposible. El estado de caos absoluto es simplemente insostenible, totalmente inestable, porque nuestra naturaleza nos hace tender al orden cuando detectamos un nivel excesivo de caos, de la misma forma que nos mueve hacia el caos cuando detectamos un grado excesivo de orden. De esta forma se mantienen los sistemas complejos cerca de lo que se denomina frontera del caos. La diferencia entre nuestros sistemas y las complicadas redes de interacciones entre proteínas o las corrientes atmosféricas globales es que nosotros somos, al menos en teoría, capaces de saber y entender lo que estamos haciendo, añadiendo un nivel más de capacidad de control al sistema. Para esto no solo debemos ocuparnos de desarrollarnos y adaptarnos plenamente y en todas las direcciones posibles, sino cuidar mucho más el tipo de interacciones que establecemos con los demás. Propongo una regla de oro: “Procura no tener nunca más influencia que control.”