El auge del populismo
Hoy en día parece que no es posible hablar de política sin que aparezca el término populismo por alguna parte. Normalmente se utiliza en sentido peyorativo, significando algo así como “política barata”, pero los expertos no acaban de ponerse de acuerdo a la hora de definirlo.
Encuentro que este afán por las definiciones es un arcaísmo heredado de tiempos remotos en los que el ser humano creía que el mundo era mucho más simple de lo que es en realidad. También es un tributo a nuestra pereza intelectual, un mecanismo de supervivencia natural, ya que el cerebro consume una gran cantidad de energía, pero que, si no te andas con cuidado, constituye uno de los mayores lastres para nuestro desarrollo. En los trabajos científicos y técnicos, donde el lenguaje tiene que ser lo más concreto posible, se suelen incluir definiciones con el uso exacto que se le va a dar en el texto a determinadas palabras. A nadie se le ocurriría hacer lo mismo en una novela o en una poesía. Sin embargo, en el habla cotidiana muchas veces pasamos más tiempo pretendiendo apoderarnos de un término que tratando de explicar el concepto que queremos expresar con él. Digo todo esto porque creo que el lenguaje es uno de los puntos clave para caracterizar el populismo, como explicaré más adelante.
En esta ocasión no voy a hablar de los populismos contrarios a la democracia, como el fascismo, el nacionalsocialismo o el comunismo, amigos de la violencia, cuyas nefastas consecuencias, ampliamente documentadas, hemos tenido el dudoso honor de conocer a lo largo del siglo pasado. Dado el estrepitoso fracaso de todos estos sistemas, parece que los populistas han hecho suya la máxima de “si no puedes vencerlos, únete a ellos” y ahora la utopía soñada se consigue siendo más demócrata que nadie. La violencia, al menos en sus formas más evidentes, afortunadamente parece descartada.
Una de las bases de la democracia es la soberanía popular. En su acepción más sensata y, por lo tanto, teórica, esto no significa gran cosa, solo que todos los ciudadanos son libres e iguales ante la ley, lo que conlleva que todos puedan participar de alguna manera en el gobierno. Pero en el mundo real, la teoría es más una fuente de conflictos que de entendimiento en el plano sociopolítico. La realidad es que la sociedad, a grandes rasgos, siempre ha estado dividida en una élite que posee la mayoría de la riqueza y el resto, dominado por ella, que es lo que se suele denominar pueblo o clases populares. De aquí se nutren toda clase de populismos de todos los colores del espectro político, que se erigen en representantes de lo que denominan la gente común, a la que prácticamente canonizan, y a la que pretenden devolver un poder e incluso unas propiedades que en realidad nunca ha tenido. Cuando oigo hablar de la gente común, siempre me viene a la cabeza la tierna imagen de los pastorcillos de los belenes. Pero las “clases populares” no están compuestas solamente de ancianitas bondadosas, tiernos bebés y sacrificados trabajadores que retuercen nerviosamente su boina entre las manos mientras suplican a su despiadado jefe un pequeño aumento en su exiguo sueldo. También hay vecinos que no te dejan dormir con la música a todo volumen a altas horas de la noche, borrachos que te mean el portal los fines de semana, energúmenos que se lían a mamporros por una simple discusión de tráfico, espabilaos que se ahorran el IVA a la menor ocasión, cerdos que tiran al suelo toda clase de basura, y un largo etcétera en el que, posiblemente, estemos incluidos de una forma u otra todos nosotros.
Los populismos siempre pretenden el control de las masas, y los democráticos no son una excepción. Estas clases populares pisoteadas llegan a abarcar, según ellos, el 99% de la sociedad. Mediante la ideología se pretende uniformizar el pensamiento del grupo más numeroso de personas que puedas reunir. Está comprobado que, cuanto más convencido estás de algo, menos escuchas cualquier opinión o argumento que contradiga tus creencias, mientras que das un valor exagerado a cualquier cosa que las apoye, con lo que los grupos se van cerrando en banda alrededor de consignas facilonas que se repiten hasta la náusea, mientras la capacidad crítica propia del pensamiento autónomo va desapareciendo rápidamente a medida que el individuo se diluye en el grupo y procura no disentir por la que le pueda caer encima (normalmente que te borren del Facebook y te llamen fascista en Twitter, pero esto para muchas personas es ya insoportable).
La receta para construir el discurso es muy sencilla, se toman una serie de palabras clave, que se pretende que tengan un carácter sacrosanto, como democracia, libertad, justicia, derechos, ley, orden (algunas son universales y otras dependen del color político del movimiento), y se repiten la mayor cantidad de veces posible sobre una cháchara vacía, a veces interminable y siempre cansina. Lo que importa es su contenido emocional, no su significado, que se define de una forma simplista y dogmática para hacer imposible su discusión y que cualquier negociación se convierta simplemente en una forma de obtener la mayor cantidad de concesiones posible. Su lógica es como un campo minado, en el que las palabras tabú hacen de minas. Si las pisas, estás acabado (en el argot, eres un fascista). La fuerza no la tienen los argumentos, sino el número de personas que consigas movilizar para exigir que se atiendan tus demandas, convirtiendo la democracia en un asunto de simple aritmética.
La cuestión es que el sistema funciona. La política, como casi todo, se ha vuelto una simple cuestión comercial y de imagen de marca, cuyo mercado se valora en votos, y el auge del populismo se puede ver como una especie de guerra comercial en la que todos se acaban viendo obligados a participar, bajando los precios, para no quedarse fuera, convirtiendo la democracia en lo que todos sus críticos a lo largo de la historia han utilizado para rechazarla: una demagogia o, incluso, una anarquía.
Las redes sociales son un vehículo especialmente indicado para su difusión, parece que hubieran sido diseñadas a posta para ello. Además de difundir los mantras ideológicos, los usuarios se lanzan unos contra otros todo tipo de barbaridades y difunden a los cuatro vientos falacias e incluso mentiras descaradas, en lo que ya tiene hasta un nombre, la era de la posverdad. Los políticos, por supuesto, se apuntan al festín con entusiasmo, compitiendo muchas veces con los usuarios más abyectos a la hora de decir burradas. Políticos tuiteros que difunden mensajes simplistas como simples adolescentes para acercarse lo más posible a sus representados, cuyo límite intelectual parece estar en los mensajes de 140 caracteres (ahora parece que 280, lo que ya ha suscitado críticas), todo un reto para los profesionales de la retórica y el discurso.
Cuando no estamos metidos en un proyecto mesiánico, cargamos contra los políticos al grito de “no nos representan”. Son unos ladrones, unos corruptos, unos caraduras, unos mentirosos, etc. Pero basta que acierten con sus flautas la melodía correcta, y las masas les van detrás como los niños del cuento, pasando a convertirlos en poco menos que héroes de alguna causa utópica. Parece que nunca aprenderemos la lección. Si nos engañan o nos fallan en cuestiones realizables, imagínate lo que pasará con las utopías. Pero ellos sí que aprenden. El rechazo a la violencia y el recurso a una bondad acaramelada que incluso produce caries es un producto de la ley de la oferta y la demanda. El mundo cada vez es más complejo y cada vez es más difícil no ser un ignorante. Tanta carantoña y pacifismo de opereta, ese liderazgo tutelar que cada vez pretende controlar más cosas, no sea que nos hagamos daño o nuestras delicadas sensibilidades de ultrademócratas sean mancilladas, solo puede tener como resultado la debilitación del espíritu, convirtiéndonos a todos en unos pánfilos descerebrados, pero eso sí, perfectos consumidores.
Como en el caso de la droga, al camello no le interesa tu bien o mal, sino tu dinero. Tú quieres su producto y él te lo vende, si le pides más, te vende más. La solución no pasa por exigir que la droga sea pura, pues sigue siendo tóxica, sino en desengancharse. La democracia solo es un mal menor con respecto a las otras formas de gobierno si está mal implementada. En realidad es el único sistema sensato, pero el problema es que es muy complejo y muy exigente. Para ser un soberano no es suficiente con haber heredado la corona. Hay que prepararse para el cargo, y la soberanía compartida exige una preparación todavía mayor.
El mito de la caída del hombre, presente en prácticamente todas las culturas, ha marcado desde muy antiguo nuestra percepción del trabajo. Adán y Eva vivían la dolce vita en el paraíso, sin preocupaciones y a mesa puesta. Esta es la etapa infantil del hombre y es interpretada como una aspiración ideal por muchos adultos. Pero Dios no había hecho a la criatura más perfecta en términos de capacidades para la holganza, así que, como buen padre, decidió que era el momento de que empezasen a buscarse la vida por sí mismos. Para no echarlos sin más del paraíso, hizo como que se ausentaba (Dios es omnipresente, pero esto parece que Adán y Eva no lo sabían), no sin antes, en su inmensa sabiduría también en temas de educación, prohibirles taxativamente que comieran cierto fruto, cuyo efecto sería darles el hervor que les faltaba. Como buenos seres humanos, ni cortos ni perezosos se zamparon el fruto a la menor tentación. Dios entonces los puso de patitas en la calle, haciendo efectivo el libre albedrío, diciéndoles la famosa frase “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, un buen consejo paternal bastante malinterpretado, que ha hecho que siempre se considere el trabajo como una especie de castigo. De paso, se gestó también el victimismo y la costumbre de echarle la culpa al prójimo de nuestros problemas, tan característicos del populismo. En este caso el prójimo era Eva, la inductora del pecado, lo que ha tenido funestas consecuencias para las mujeres durante siglos. Ciertamente, el ser humano no es perfecto intelectualmente hablando, pero es que a los hijos imperfectos se los quiere más.
Aceptamos con resignación el trabajo remunerado, algunos incluso lo disfrutamos cuando la actividad nos complace, pero el nivel de exigencia de la democracia parece que nos supera, o nos da una pereza enorme. Consideramos que ya hacemos suficiente, o que no tenemos tiempo para hacer más, con nuestra actividad profesional. Hasta tiempos muy recientes, esto era así por imposición. Las élites controlaban todo lo referente a la política y a la gestión de los recursos y te tenías que comer lo que te ponían en el plato. En la democracia moderna, parece que esto sigue funcionando así, más por inercia que por otra cosa, porque las puertas están abiertas a una mayor participación en la toma de decisiones. Consideramos que basta con proclamar la democracia, la libertad y los derechos para que ya esté todo hecho, lo que lleva a continuas frustraciones cuando nos damos cuenta de que no es así. Pero la proclamación no es más que una declaración de intenciones. Es como tener los planos de una casa. Si quieres vivir en ella, tienes que construirla. Pretendemos influenciar en los políticos mediante el desorden y la protesta, pero esto solo genera políticos más controladores. Los que se preparan para dedicarse a la política lo hacen en base a la sociedad con la que se van a encontrar. Si no se lo ponemos más difícil, tendremos simples titiriteros. Los políticos siempre representan la clase de sociedad que gestionan. Si no nos gustan, tenemos que volver la mirada hacia nosotros mismos. La autocrítica y el desarrollo personal son el antídoto natural del populismo y la política basura, y eso también es trabajo remunerado, solo que con algo que vale bastante más que el vil metal, pues su valor está garantizado por nosotros mismos.