La razón como una forma de relacionarse
Solemos pensar en la razón como en nuestra capacidad para manejar la lógica, algo que nos permite trabajar con la verdad. Tenemos bastante arraigada la idea de que de que estamos algo así como supeditados a la verdad, obligados por ella, por lo que usamos principalmente la razón como vehículo para convencer o incluso obligar a otros a hacer algo, o bien justificar nuestras propias acciones ante nosotros y ante los demás.
Lo cierto es que la verdad no es algo que esté a nuestro alcance. Nadie cree al ser humano capaz de conocer la única verdad auténtica, la verdad absoluta, saberlo todo acerca de todo, algo que nos haría omniscientes. Cualquier otra “verdad” no es más que una parte incompleta del todo, y las que solemos manejar habitualmente son una parte realmente pequeña. Si tenemos en cuenta que tampoco somos unos genios a la hora de distinguir lo cierto de lo falso, y que tampoco es que nos molestemos demasiado en indagar para corroborar nuestras creencias, decir que manejamos verdades es cuando menos ingenuo o incluso arrogante.
La calidad de la lógica que utilizamos depende, además de de conocer las reglas de la misma, de que tengamos buenos criterios de verdad que nos permitan distinguir los enunciados verdaderos de los falsos. Nuestra incapacidad para conocer la verdad hace que muchos de nuestros argumentos, sobre todo los más importantes y complejos, sean simplemente indecidibles, es decir, que no haya manera de saber si son ciertos o falsos. Nuestra lógica es una mera aproximación, muchas veces de ínfima calidad, que no justifica las pretensiones que tenemos acerca del peso que debe tener en los demás. Identificar lógica y racionalidad no parece ser una buena idea, y desde luego no parece que debamos considerarnos obligados por ella sin más ni más.
Para nosotros, la verdad no es tanto un conocimiento sobre el mundo real como un sentimiento. Nuestras creencias nos producen claramente una sensación de certeza. Podemos distinguir el grado de confianza que tenemos en un enunciado cualquiera simplemente guiándonos por la intensidad de esa sensación. Esa sensación, además, tiene una gran influencia sobre nuestra voluntad, no solo nos permite tomar decisiones, sino que nos empuja a tomarlas. De hecho, cualquier palabra o concepto que tengamos en la mente tiene unas connotaciones que nos producen unas sensaciones, sentimientos o emociones características, las palabras y oraciones no son más que representaciones simbólicas que usamos para comunicarnos entre nosotros, pero lo que realmente tenemos y manejamos en la cabeza, y lo que queremos transmitir o inducir en los demás, son esas sensaciones, que constituyen los verdaderos significados que manejamos. La tendencia de nuestra mente es al subjetivismo, las cosas son como nos las tomamos. Creemos cosas sólo porque nos produce sentimientos agradables, importándonos un rábano muchas veces si son ciertas o no.
Todo esto tiene como consecuencia la aparición de los sesgos cognitivos, que vienen a ser como distorsiones de lo que deberían ser nuestras ideas si las manejáramos desde un punto de vista puramente objetivo, más cercano a la verdadera lógica. Uno de los más importantes es el sesgo de confirmación, o sesgo hacia uno mismo. Este sesgo consiste en que a cualquier razón que apoye o confirme nuestras creencias se le otorga un gran peso y una gran confianza, mientras que a las que las ponen en duda o refutan se las considera incorrectas o absurdas sin entrar realmente a valorarlas. Es más, en muchas personas esto genera sentimientos hacia los otros, de amistad y confianza hacia los que piensan como nosotros, y de rechazo hacia los que piensan de manera diferente o, peor aún, contraria. Gente que desconfía de los políticos y los considera unos mentirosos, de repente siente una confianza ciega hacia aquel que pone en marcha un proyecto que satisfaría sus más íntimos deseos, sin pararse a pensar realmente en la posibilidad de éxito ni en las consecuencias, aceptando cualquier razonamiento, por peregrino que sea, de sus bienamados líderes, no hace falta analizar y profundizar, si apoya lo que yo creo y deseo, tiene que ser verdad.
De este modo, parece que la razón tiene realmente poco que ver con la verdad y mucho con las relaciones humanas. La subordinación a la verdad es algo que tiene sus raíces en la antigüedad más remota, y se ha utilizado como instrumento para justificar el poder con algo más que con la fuerza bruta. Resulta muy común que intentemos justificar nuestras acciones cuando perjudican a los demás, incluso cuando simplemente podemos imponernos sin más. Pero la verdad como tal, normalmente resulta algo inaprehensible, lo que intentamos realmente es suavizar nuestra relación con los demás, reducir la fuerza necesaria para someterlos. Somos seres sociales y no podemos prescindir de las relaciones con los otros, y preferimos que sean buenas, o al menos indiferentes, antes que malas. La verdad no siempre es bien recibida, incluso cuando el razonamiento si lo es. No solo disfrazamos la verdad o mentimos descaradamente con ánimo de perjudicar al prójimo, muchas veces lo hacemos por compasión o por amistad. Tampoco es extraño mentir sobre nuestras creencias para ser aceptados en un grupo.
En el libro The Enigma of Reason, los investigadores Hugo Mercier y Dan Sperber desarrollan este punto de vista de la razón como una herramienta para relacionarse con los demás, más que como un instrumento al servicio de la lógica y la verdad. Es verdad que contamos con el razonamiento científico, cuya pretensión y metodología está fuertemente orientada a la objetividad, por motivos prácticos. Necesitamos conocer cómo funciona realmente el mundo real para aprovechar mejor los recursos y mejorar nuestro nivel de vida. Pero esto es algo que la mayoría de la gente deja para los científicos y los expertos. Al común de los mortales la lógica le importa bastante poco. Usamos el razonamiento principalmente para manipular, para bien o para mal, a los demás y a nosotros mismos, y no es extraño que el más impecable de los razonamientos sea descartado frente a un simple impulso irracional (un caso muy común de esto sucede, por ejemplo, cuando estamos a dieta o dejando de fumar).
La manipulación es precisamente lo que nos mueve a relacionarnos con los demás. Por si misma no es ni mala ni buena. Nos relacionamos con los demás porque queremos algo de ellos, y necesitamos hacérselo saber mediante la comunicación de ideas. En realidad lo importante de la transmisión no son las verdades o el conocimiento, sino los sentimientos y sensaciones que logramos inducir en el otro. Cuando alguien nos da la razón, hemos establecido una conexión con él, una relación de confianza. No necesitamos tener una certeza absoluta sobre lo que nos están diciendo, pero reaccionamos a ello con sentimientos hacia nuestros interlocutores. En el acto de la comunicación intervienen muchos factores más importantes que la mera información. La inflexión de la voz, la mirada, los gestos, la expresión facial, las referencias a cuestiones con carga emocional, las reacciones del otro ante lo que decimos, y un largo etc.
Todo esto nos debería hacer reflexionar sobre la importancia de la comunicación directa y enriquecida, en una época en la que la mayoría de las comunicaciones se realizan por medios electrónicos, en los que prácticamente lo único que se intercambia es el mensaje, muchas veces con una calidad bastante discutible. Si la comunicación entre las personas se simplifica y empobrece, nuestras relaciones y habilidades sociales se resienten, nuestra personalidad se debilita, y con todo ello la sociedad en su conjunto pierde coherencia y sentido, algo sobre lo que ya se escuchan bastantes voces de alarma.