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viernes, 7 de septiembre de 2018

La buena y la mala discusión

El dominio del lenguaje es imprescindible para poder expresar nuestros pensamientos correctamente, en especial los que se refieren a cuestiones abstractas o emocionales; pero el lenguaje no tiene solamente una función de comunicación de información, también es la herramienta de interacción del ser humano por excelencia. Para ser eficaces en este aspecto es necesario dominar también la argumentación.

Discutir con otra u otras personas es algo que hacemos frecuentemente. Lo hacemos simplemente por placer, para resolver un conflicto, para convencer de algo al otro, para encontrar la solución a un problema, para tomar decisiones conjuntas, y un largo etcétera. Lo hacemos con amigos, enemigos y extraños, en casa, en el trabajo. La discusión es fundamental en el mundo de la ciencia, en el sistema judicial y en la política. Por todo ello, se podría medir nuestro grado de competencia para movernos en la sociedad por el grado en el que dominemos el arte de la argumentación. Las personas que no desarrollan su lenguaje ni su capacidad para razonar y argumentar dependen de que otros hablen por ellos para defenderlos o simplemente para expresar sus opiniones y preferencias; por lo tanto, el lenguaje y la argumentación son también pilares fundamentales de la libertad y la autonomía personal.

En un sistema democrático, la capacidad para argumentar y discutir correctamente y con habilidad es, por tanto, la base de una ciudadanía libre, responsable y con autoridad. En una de sus formas más degeneradas, la democracia consiste en una élite que discute los problemas y un pueblo sencillo e ignorante cuyo papel se limita al de pedir; pero no olvidemos que el pilar básico de una buena democracia es la soberanía popular. Soberanía es un término relacionado íntimamente con el de autoridad, con la autoridad máxima. Para las personas que no hacen distinción entre los conceptos de autoridad y poder, que no son pocas, esto puede querer decir simplemente que el pueblo es el que manda y que se debe acatar su voluntad independientemente de la calidad que le otorguemos. Esta es la base de todos los intentos de dictadura populista que han sido y serán; primero se convierte a un pueblo ignorante en dictador, y luego el o los representantes del mismo asumen el poder en su nombre, debido precisamente a esta ignorancia. Pero si separamos los conceptos de autoridad y poder, haciendo corresponder la primera con ideas como sabiduría o experiencia, y el segundo con capacidad de acción y competencia, podemos asignar claramente el poder a las instituciones, y reservar la autoridad para la ciudadanía, que controla y dirige con ella las acciones del poder en la buena dirección.

Estas imágenes idealizadas permiten ilustrar una idea general, pero resultan simplistas y no se ajustan a la realidad, que siempre es mucho más compleja que la teoría y los ideales. No existen personas puramente sabias o puramente ignorantes, todos somos más o menos competentes en algo y más o menos ignorantes en otras cosas, hay personas que saben de muchos temas y otras que no saben de casi nada. Ante cada tema o problema que se nos presenta como colectivo, la cantidad de sabiduría e ignorancia que se pone en juego es tremendamente variable. Pero un colectivo acostumbrado a debatir y discutir toda clase de temas puede conseguir reducir sustancialmente los niveles de ignorancia, incrementando por lo tanto el de sabiduría y con él, la autoridad del colectivo. Esta es la manera de conseguir una opinión pública de calidad, con la que dirigir la acción de las instituciones. Y no olvidemos que se supone que las leyes del estado, ni más ni menos, emanan y son representativas de la autoridad del pueblo. Si el pueblo tiene autoridad real, esto puede llegar a ser cierto; en caso contrario, solo será una de las tantas convenciones idealistas que tratan de disfrazar los sistemas políticos imperfectos con grandes palabras.

Estoy haciendo tanto hincapié en la dimensión política de la discusión porque se trata de un tema que nos interesa y afecta a todos. Que uno se lleve bien con su pareja, hijos o amigos depende mucho también de su capacidad para la discusión y la conversación, pero es un asunto privado que solo le afecta a él. Los beneficios que tienen estas habilidades en el mundo laboral también son muy significativos, y esto ya nos empieza a afectar más a todos, pero es en el terreno de la política donde se muestra en su máximo esplendor la potencia e importancia de tener una ciudadanía capaz de criticar y discutir de manera competente y hasta las últimas consecuencias toda clase de asuntos públicos. No pensemos que la discusión política es cosa de los políticos profesionales; ellos se limitan, por un lado, a reproducir la clase de discurso que creen que gusta o del que son capaces los ciudadanos a los que se dirigen y, por el otro, a tratar de inducir la clase de argumentación que más les conviene a la ciudadanía que es lo suficientemente ignorante y manipulable para ello. La auténtica política se hace en los despachos y a puerta cerrada. La opción entre un sistema dirigido por la ideología política y otro dirigido por la opinión pública, se determina por la calidad de la una en relación con la otra; la ideología vale siempre lo mismo, y es poco; en la opinión pública, donde debemos hablar de ideas, cada sabio suma autoridad, cada ignorante, la resta.

Cocodrilo al acecho
La buena discusión también puede ser agresiva

La mala discusión se diferencia de la buena en que resulta improductiva y no lleva a ninguna parte. Un ejemplo paradigmático es la pelea, consistente en un cruce de acusaciones e insultos que, en el mejor de los casos, si alguna de las acusaciones es válida, no pasa de ser un mero planteamiento. La pelea está muy extendida, sobre todo entre las personas que son a la vez ignorantes y arrogantes, pero existen muchas otras malas prácticas que imposibilitan una discusión productiva; pueden ser una muestra de incompetencia involuntaria, pero creo que se suelen utilizar más a menudo para sabotear de manera tramposa una discusión que sabes que perderías si se llevase a cabo de forma correcta y honesta. Ejemplos de estas malas prácticas o trampas argumentales son los argumentos circulares, las falacias lógicas, el negarse a dar explicaciones, el salirse por la tangente cuando te ves en un apuro, limitarse a afirmar o negar las cosas…, en fin, creo que es imposible que encuentre algún ejemplo que no conozcamos todos nosotros de sobra, ya sea porque lo utilizamos o porque estamos hartos de verlo utilizar.

Pero quizás lo que no es tan evidente es que a veces tratamos de definir lo que sería la buena discusión de una forma contraproducente o demasiado restringida, lo que me parece mucho más problemático que desenmascarar unas trampas argumentales que suelen ser demasiado pueriles y saltan claramente a la vista. Un ejemplo es el empeño que tienen algunos en exigir que la crítica debe ser constructiva, es decir, no puedes argumentar que algo está mal si no aportas una alternativa o solución; pero al exigir una alternativa estás diciendo que aquello que se critica es algo que necesitamos hacer de todos modos, por lo que el simple conocimiento de que algo está haciéndose mal no implica que se vaya a dejar de hacer, solo que tenemos que encontrar una forma mejor para hacerlo. Saber en qué nos equivocamos abre las puertas a posibles soluciones, pero el crítico no tiene por qué ser la persona más indicada para aportar también la solución. Se trata de una limitación absurda que solo beneficia a los incompetentes.

Otra cuestión proviene del hecho de considerar, de una manera totalmente válida y correcta, que, en el ser humano, la discusión racional es el sustituto natural de la violencia para resolver conflictos. Esto induce a muchos a pensar de una manera demasiado restrictiva acerca de qué o cómo es lícito o, al menos, conveniente argumentar, llegando muchas veces a parecer que la discusión es un asunto de ancianitos sabios y bondadosos o un juego infantil en el que lo importante es participar y que nadie resulte molesto o molestado, para que no se enciendan los ánimos y la cosa acabe mal. Esto, a mi modo de ver, es un error grave derivado de un intento absurdo de inclusión de todo el mundo en todos los asuntos. Si la discusión es una alternativa a la violencia lo debe ser porque las personas que discuten no consideran que la violencia sea una opción. Incluir a toda costa a los violentos en una discusión significa admitir que, además de argumentos, se aporten amenazas, y nunca se debe negociar nada con una pistola sobre la mesa. La discusión puede ser plácida y pacífica, pero también es una herramienta de lucha social, y, por lo tanto, puede llegar a hacerse difícil, agresiva e incluso despiadada, sin que por ello nos salgamos de un uso de la argumentación totalmente honesto y correcto. La metáfora podría ser la de un cocodrilo que lleva a su presa a aguas profundas para que se ahogue; así, con una buena argumentación, podemos llevar al adversario a un terreno o a una profundidad en el que sus argumentos fallan o no es ya capaz de sostenerlos y su postura se derrumba. En el juego del ajedrez nos parecería lo más normal del mundo, e incluso algo elegante, ¿por qué no aceptar también estos casos en la vida real, cuando discutimos seria y honestamente, sobre cosas importantes? Si las personas violentas son un problema a la hora de poder discutir las cosas hasta las últimas consecuencias, creo que lo correcto es excluirlas, no limitarnos los demás el uso de una herramienta política fundamental.

En conclusión, la talla política y social de una comunidad se puede determinar por la calidad y la capacidad global de discusión de la misma; para ello hay que mejorar nuestras capacidades argumentales, nuestro dominio del lenguaje y, por lo tanto, nuestro conocimiento de las cosas de las que pretendemos hablar, que está muy ligado al interés real que sentimos por ellas. Quizás vaya siendo hora de fijarnos, además de en las cosas que no nos gustan, en las cosas que estamos dejando de hacer para que cambien y nos empiecen a gustar más.

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