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viernes, 25 de enero de 2019

El carácter disuasorio de las penas

Es muy habitual, cuando se discute sobre el tema de la duración de las penas, beneficios penitenciarios y medidas de reinserción de los delincuentes violentos, sacar a colación el tema del carácter disuasorio de las condenas largas. Normalmente se argumenta que esta clase de delitos se siguen cometiendo independientemente de la dureza del castigo que se imponga, y que, por lo tanto, no tiene sentido alargar las condenas, o incluso hacerlas permanentes, porque simplemente la medida no funciona.

Se trata de un argumento falaz, ya que contiene una parte de verdad mediante la que se quiere llegar a una conclusión que realmente no se sigue de ella. Es totalmente cierto que, hagas lo que hagas con los delincuentes, los delitos se siguen cometiendo; en el libro Los ángeles que llevamos dentro, Steven Pinker hace una exposición del desarrollo de la violencia a lo largo de la historia junto con la evolución de los castigos correspondientes, que han tenido un nivel de crueldad y salvajismo parejo o incluso superior al de los propios criminales. Ni las muertes más crueles y horribles o la tortura y la exposición públicas de los cadáveres de los condenados han evitado que se sigan cometiendo los crímenes; incluso algo tan nimio como fumar tabaco, que durante algún tiempo se castigó con la tortura pública del fumador, continuó haciéndose a pesar de todo.

Pero no es solo que los castigos temibles no eviten la comisión de los delitos; el trato benevolente, los beneficios penitenciarios, las medidas de reinserción o incluso la declaración de los derechos humanos tampoco lo hacen. Ni siquiera la educación, la alternativa estrella al castigo con la que todos se llenan la boca pero con la que nadie hace realmente nada, sirve para evitar la comisión de delitos. Está claro que las faltas las cometemos todos de una u otra manera, aun siendo conscientes de que lo hacemos, como tirar colillas al suelo, hablar por el móvil conduciendo, o mangar unas cremas en el súper; esto se hace independientemente del nivel educativo que tenga uno, simplemente, nos dejamos llevar por la costumbre o por un impulso más o menos irrefrenable que minimiza la importancia del acto en favor de una recompensa inmediata o de la simple comodidad.

Nos jugamos la salud haciendo cosas como fumar, beber demasiado, automedicarnos, comer mal, llevar una vida sedentaria o permitirnos llegar a tener un nivel de estrés inaceptable, a pesar de conocer perfectamente las horribles consecuencias que pueden tener todos estos actos, y lo hacemos por dos razones muy simples: por un lado, las consecuencias no suelen ser inmediatas, lo que nos da siempre un margen de tiempo de reacción para apartarnos un día u otro del camino del mal; por otro lado, estas consecuencias son siempre algo probable, pero no absolutamente cierto. Mucha gente muere a causa del tabaco, pero existen fumadores que no, por lo que resulta sencillo considerar, consciente o inconscientemente, que nosotros seremos uno de estos últimos (“al fin y al cabo, a mí en realidad no me sienta tan mal”, o cosas por el estilo).

Con los delitos sucede algo similar. Está claro que los delitos no violentos, como el robo o la estafa, son cometidos por toda clase de gente, tengan el nivel educativo que tengan. Si acaso, las personas con formación universitaria y estatus social alto tienen capacidad y oportunidades para robar o estafar mucho más dinero que las no educadas y de estatus más bajo, pero todos los delincuentes de este tipo se aplican alegremente a la búsqueda del beneficio fácil; simplemente, piensan que a ellos no les van a pillar, o que podrán conseguir el suficiente botín antes de que eso pase, de manera que les compense la condena, que en estos casos suele ser de corta duración, unos pocos años como mucho. También existen ladrones a los que simplemente les gusta robar; prefieren ganarse la vida de esta manera, viviendo aventuras, en lugar de llevar las vidas aburridas que llevan las personas honradas, o que simplemente no se sienten capaces de adaptarse a una sociedad demasiado compleja y prefieren delinquir a llevar una vida miserable malviviendo prácticamente con lo puesto.

Con los delitos violentos, como atracos, violaciones (o su versión light, los eufemísticos abusos sexuales), secuestros o asesinatos, pasa exactamente lo mismo. En estos casos hay que añadir además el fuerte impulso a cometerlos debido a la clase de personalidad que desarrollan este tipo de delincuentes, a los que debería englobarse en otra categoría y llamarlos por otro nombre, como por ejemplo criminales, pues las consecuencias de sus actos son infinitamente peores que las de los delincuentes no violentos. En estos casos todavía es más difícil disuadir a los criminales. ¿Quién puede disuadir a un maltratador que mata a su mujer y a sus hijos y luego se suicida? ¿O a un terrorista que se autoinmola en un mercado? Las medidas tiernas y compasivas, como las famosas órdenes de alejamiento, tampoco parecen disuadir lo que se dice mucho.

Las penas impuestas por el estado no asustan a los delincuentes
Las penas impuestas por el estado no asustan a los delincuentes

Está claro que el estado no puede meternos el suficiente miedo en el cuerpo como para que no cometamos faltas, delitos o crímenes, ni tampoco funcionan sus ejemplos de virtud y humanidad, pues no enternecen lo suficiente nuestros corazones como para alejarnos del camino del mal. Y esto es así por una razón muy sencilla: el castigo queda muy alejado en el tiempo del acto que se castiga, y ni siquiera es algo absolutamente inevitable; las medidas indulgentes todavía acentúan más este efecto, que tiene sus raíces en la psicología natural del ser humano. Podemos olvidarnos del carácter disuasorio de las penas, simplemente no existe, o solo afecta a personas que no son demasiado problemáticas; además, es imposible conocer los delitos que se están evitando ni, por lo tanto, la causa real de que no se cometan, por lo que no se puede cuantificar.

Sin embargo, la manera de disuadir o evitar los delitos la conocemos desde bien antiguo: los robos se evitan o se reducen con puertas acorazadas y otras medidas de seguridad, cuanto más difícil sea robar en un determinado lugar, menos ladrones lo intentarán, las agresiones mediante la defensa personal, cuantas más personas sean capaces de repeler una agresión, menos seguridad tendrán los agresores a la hora de emplear su sistema de conseguir las cosas, los hurtos se evitan teniendo las cosas a la vista, pues los rateros se basan en el despiste. Las medidas disuasorias deben ser inmediatas y simultáneas o anteriores al delito, por lo que solamente pueden estar en manos de los ciudadanos particulares, por supuesto, siempre dentro de la legalidad, o serían también delitos; no le corresponden al estado. Incluso la policía, siendo la institución que suele actuar en primera instancia, solo puede actuar después de la comisión de un delito, y aunque su presencia si es disuasoria, evidentemente no puede estar en todas partes, a menos que queramos, y podamos, gastarnos una fortuna en unos cuerpos policiales con millones de efectivos.

Por lo tanto, yo eliminaría del debate político el tema del carácter disuasorio de las penas. Me parece que solo sirve para jugar al despiste, apartando el foco de cuestiones más importantes, como por ejemplo la prevención de la reincidencia. El primer frente, el disuasorio, es cosa de los ciudadanos, pero solo el estado puede privar de libertad, por lo que, superada la primera barrera y cometido el acto delictivo, solo al estado le corresponde la potestad de decidir si debe encarcelar al delincuente y cuánto tiempo debe mantenerlo en ese estado, para evitar que siga cometiendo más delitos. Esto es especialmente importante en el caso de los crímenes violentos, pues las consecuencias tanto del crimen como de la reincidencia son irreversibles. El debate sobre cuestiones como la prisión permanente revisable, por ejemplo, debe centrarse en la responsabilidad del estado ante la comisión de nuevos crímenes, una vez que se ha hecho cargo del criminal, y no en quimeras como la disuasión de otros criminales.

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