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viernes, 29 de septiembre de 2017

Fascismo en barrio sésamo

Ciertamente, el lenguaje no pasa por su mejor momento. Además del incremento sustancial en las faltas de ortografía cometidas incluso por personas a las que se les supone la suficiente formación como para no cometerlas, atravesamos una ola de puritanismo sociopolítico que empobrece el lenguaje a base de simplificaciones y recortes. En este post voy a reflexionar sobre un caso paradigmático, el uso del término “fascista” para referirse prácticamente a cualquier cosa que nos disguste.

El concepto pueril del fascista
El concepto pueril del fascista

Como no pretendo daros una perorata sobre lo que es o deja de ser el fascismo, voy a daros como siempre unas recomendaciones de lectura que os pueden ilustrar sobre el tema. En primer lugar, El nacimiento de la ideología fascista, de Zeev Sternhell y Mario Sznajder. Para la versión patria del fascismo, os puedo recomendar La falange teórica, de Manuel Antonio Penella Heller, Discurso a las juventudes de España, de Ramiro Ledesma Ramos, o la revista de los años 30 del siglo pasado La conquista del estado, cuyos números todavía se pueden encontrar en diferentes webs.

La cuestión es que el término “fascista” se ha convertido en el insulto cliché por excelencia cuando uno quiere darle a sus exabruptos una apariencia de seriedad política. Su uso se va generalizando cada vez más a medida que nos acercamos al extremo izquierdo del espectro político, y resulta curioso que la derecha utilice términos descafeinados como “bolivariano” para responder con el equivalente al “y tú más” (lo de “rojo”, con un caché similar al de “fascista”, suena superfacha. Este es un éxito cuyo mérito pueden repartirse tranquilamente, por diferentes motivos, tanto la derecha como la izquierda).

Empecemos por delimitar el conjunto de descalificaciones que viene a representar el susodicho término. Es cierto que los fascistas eran (y siguen siendo, aunque ahora hay bastantes menos) unos señores muy malos, o, al menos, bastante antipáticos, pero si nos remontamos a los tiempos del auge del fascismo nos encontramos con verdaderos monstruos: Los nazis, esos sí que eran malos. ¿Y los estalinistas?, peores todavía, si cabe, por no hablar de los maoístas, o regímenes menos extendidos en el espacio, pero no menos salvajes, como el de Pol Pot. Las dictaduras militares, aunque también pueden ser bastante asesinas, son más difíciles de encasillar en una simple palabra. Los militares hacen la guerra, y en la guerra se mata. Para eso no te hace falta ninguna ideología en concreto. Basta recordar las bombas atómicas de Hisroshima y Nagasaki, esas no las tiraron ni los fascistas ni los comunistas, sino los buenos, los demócratas.

Así pues, para la mayoría de la gente, “fascista” significa algo así como “eres malo, el enemigo, pero no un monstruo”. Con esta palabra se pueden abarcar términos, a mi entender más apropiados para expresar ideas concretas, como “tirano”, “déspota”, “intransigente”, “opresor” o “insolidario”, por poner algunos ejemplos. Los más radicales, por supuesto, añaden connotaciones más exageradas, como “asesino” o “torturador”, independientemente de si el interpelado ha roto o no un plato en su vida, pero, claro, ellos son “luchadores”, y la lucha hay que justificarla, si no, no quedas bien (te pueden llamar “fascista”).

Como es posible que, en este punto, me haya ganado yo también el apelativo de “fascista”, y, además, la acusación de faltar al respeto a los luchadores históricos por la libertad contra el fascismo, me gustaría dejar claro que nadie respeta más que yo a los luchadores de verdad. Por eso leo tanto sobre el fascismo, el nacionalsocialismo o el comunismo. No admito que alguien, cuyo mayor mérito consiste en quemar un cajero y llevarse algún porrazo de los antidisturbios, pretenda equipararse y arrogarse el mérito de representar a personas que se han jugado la vida enfrentándose a la Gestapo, la KGB o los escuadrones de la muerte de alguna dictadura bananera. (Posiblemente me he puesto a la defensiva sin venir a cuento, pero por si acaso).

De hecho, podéis hacer un ejercicio con la revista La conquista del estado que he enlazado más arriba. Sin tener en cuenta el lenguaje, algo anticuado, y cambiando, donde aparezca, el término “marxista” por “fascista”, encontraréis un tipo de discurso muy similar al que solemos escuchar hoy en día en boca de nuestros “libertadores”. Es cierto que, en nuestras pacíficas y aburguesadas sociedades occidentales, resulta difícil encontrar verdaderos enemigos para los románticos aquejados de espíritu revolucionario, un mal de juventud que tampoco hay por qué mirar con malos ojos. A nuestros teóricos opresores y torturadores, como mucho, los podemos acusar de sosos, carcas o incompetentes. Pero que nadie se llame a engaño, por muy pánfilos que nos estemos volviendo, el ser humano tiene todavía una alta capacidad para generar violencia, sobre todo cuando se encuentra rodeado de una masa enfervorecida (la inteligencia de una masa es la del más tonto dividida por el número de miembros). El mal uso del lenguaje, combinado con la presencia de grupos exaltados, puede tener consecuencias peligrosas. El hecho de que el único enfoque que parece admisible hoy en día sea el puritanismo simplista, contraponiendo absolutos como “democracia frente a fascismo”, no ayuda precisamente. Las soluciones puritanas nunca han dado buen resultado (pensemos, por ejemplo, en la ley seca, en EEUU). Del liberalismo, actualmente solo parece quedar la rama puritana, la libertaria posiblemente murió en los 80 del siglo pasado, quizás de sobredosis de heroína.

Pasando a otro tipo de irresponsables, los políticos, estos parece que utilizan el término “fascista” con menor profusión, quizás por considerarlo un tecnicismo propio de la profesión, con un significado que yo interpreto más próximo al “cabronazo” entre colegas. Solemos valorar la inteligencia de los políticos por el discurso con el que se dirigen a nosotros, lo cual considero que es un error y produce un notable sesgo a la baja. Espero, por el bien de todos, que estemos equivocados en eso y se parezca más a la que dejan traslucir cuando se les sorprende en algún momento en el que no están utilizando el habitual populismo barato. No se trata de algo ofensivo, sino de un fenómeno muy natural. Ellos no nos conocen personalmente a ninguno de nosotros. Normalmente están acostumbrados a tener delante una masa enfervorecida que los glorifica como a héroes o los insulta como al demonio, algo que también debe producir un sesgo a la baja en la valoración de la inteligencia (entre todos la mataron y ella sola se murió). Cualquier individuo aislado de un grupo que no sea el nuestro, nos parecerá siempre más inteligente, cercano y sensato que el estereotipo que tengamos del grupo al que pertenece. Se nos llena la boca con el “hay que pensar en las personas”, pero en momentos de tensión seguimos comportándonos como borregos irresponsables (la tradición manda que los desmanes producidos por un grupo solo los pagan los cabecillas, ellos son los únicos inteligentes, el resto es solo “ganao”). Quizás nuestros líderes deberían dejar de liderarnos tanto y romper este bucle de realimentación positiva que hace que todos parezcamos cada día más estúpidos, obligándonos a asumir más responsabilidades y siendo más transparentes en su gestión para que podamos tomar mejores decisiones e ir necesitando cada vez menos dosis de tutela y protección paternalista (si, lo de “neoliberal” ya me lo han dicho otras veces).

En fin, y volviendo al tema del lenguaje. Una prueba de nuestra inteligencia, que creo bastante precisa, es fijarse en la capacidad expresiva. Simplificar el lenguaje concentrando muchos conceptos, aunque sean similares, en un conjunto de palabras fetiches, solo nos resta capacidad expresiva, es decir, nos hace más tontos. Decir “fascista” cuando quieres decir “carca” es lo mismo que no decir nada, pero tiene más y peores consecuencias que simplemente cerrar el pico. Recordad también que para comportarse como un jilipollas no es necesario serlo.

Para terminar, y que no me acuséis de no darle voz también a las víctimas del totalitarismo, os recomiendo encarecidamente la lectura de LTI. La lengua del tercer reich, de Victor Klemperer (un superviviente del holocausto nazi, que además era filólogo), que tiene que ver también con el uso del lenguaje con fines manipuladores.

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