Consciencia artificial
Los avances en inteligencia artificial (IA) están permitiendo realizar de forma automática tareas cada vez más complejas, que antes estaban reservadas solamente a los seres humanos. Las máquinas ya juegan mejor que nosotros al ajedrez o al go, detectan patologías en radiografías, electrocardiogramas o fotos de la piel mejor que los médicos y son capaces de reconocer a personas en grabaciones de vídeo mejor que la policía.
Esto es lo que predijeron, en los inicios del desarrollo de esta tecnología, ciertos teóricos de la IA, que constituyen la rama llamada IA débil. Según estos teóricos, aunque las máquinas puedan realizar ciertas tareas puntuales mejor que nosotros, seguirán siendo solo eso, máquinas, sin una inteligencia real detrás. Pero existen otros teóricos que van mucho más allá, ya que afirman que es posible conseguir que las máquinas puedan pensar realmente como los humanos o incluso mejor, y llegar a tener consciencia y emociones como nosotros; estos teóricos pertenecen a la rama llamada IA fuerte, y hasta ahora sus teorías han sido duramente criticadas por considerarse que son pura fantasía y pertenecen al terreno de la ciencia ficción.
Los defensores de la IA fuerte sostienen que la consciencia surge por el mero procesamiento de la información a una escala de complejidad suficientemente grande. Las máquinas cada vez son capaces de manejar una cantidad mayor de datos y, en el momento en que puedan hacerlo en un volumen similar o incluso superior al nuestro, se volverán conscientes de sí mismas y empezarán a pensar y sentir como nosotros. Para estos teóricos, la tecnología que constituye la base sobre la que se implementa todo este proceso de información, el hardware, es indiferente; incluso llegan a afirmar que podremos traspasar nuestra propia mente a una máquina o a un sistema informático, pues el cuerpo humano constituye en realidad un tipo de tecnología como otra cualquiera.
Podéis encontrar una defensa del argumento de que los procesos mentales y las emociones pueden ser reproducidos artificialmente en el libro La máquina de las emociones, de Marvin Minsky, y una refutación en los libros La nueva mente del emperador y Las sombras de la mente, de Roger Penrose. Pero lo que quiero discutir en este artículo es más bien el otro argumento, el de que el cuerpo humano, o el de cualquier otro ser consciente, es equivalente a un dispositivo suficientemente complejo construido artificialmente.
Para comenzar, empecemos por hablar de lo que llamamos consciencia. Se trata de un concepto que no sabemos definir completamente; tampoco sabemos cómo se forma, pues todavía estamos tratando de desentrañar los misterios del funcionamiento del cerebro, de dónde suponemos que procede, al menos desde el punto de vista científico. Yo sé cómo es estar consciente, porque lo puedo percibir; de hecho, esta es una de las características principales de lo que llamamos consciencia. Al resto de las personas solamente se la puedo suponer, porque yo no la puedo sentir; pero basándome en su comportamiento observable y en lo que conozco del mío, se trata de una suposición que puedo considerar prácticamente una certeza. También sé que la composición y estructura del cuerpo de las demás personas es muy similar al mío, y esto además lo puedo comprobar empíricamente, por lo que parece que no queda otro remedio que dar por sentado que todos los humanos tenemos consciencia, y que para todos consiste más o menos en lo mismo.
Con los animales, la cosa es un poco más complicada. Aunque nos libremos de los dogmas que venimos arrastrando desde la antigüedad, quizás para acallar precisamente nuestra consciencia, que nos dicen que los animales son solo una especie de autómatas que ni sienten ni padecen, no queda más remedio, para cualquiera que los observe atentamente, que pensar que su comportamiento y sus reacciones son algo más que automatismos. Parece que tienen sentimientos y emociones como nosotros, e incluso algo parecido a razonamientos abstractos, aunque ninguno utilice un lenguaje tan complejo como el nuestro ni de lejos, ni creo que, por ejemplo, un perro piense a base de ladridos, como nosotros pensamos con palabras. Pero como somos personas, la única experiencia que podemos conocer de primera mano es la de ser una persona, y es lícito suponer que ser un pulpo o ser un gato debe ser una experiencia bastante diferente en muchos aspectos; también es imposible averiguar si existe algo parecido a “sentir que uno es un grillo”.
En cualquier caso, la constitución física de humanos y animales tiene muchas cosas en común; existen multitud de procesos fisiológicos similares, y sus cerebros y órganos funcionan de forma similar a los nuestros. De hecho, usamos modelos animales para estudiar enfermedades y trastornos que nos afectan a nosotros, por lo que tenemos bastante base para suponer un cierto grado de consciencia en ellos basándonos en estas similitudes, junto con la observación de su comportamiento, también muy parecido al nuestro en muchos aspectos.
También sabemos que la consciencia está estrechamente ligada a otra propiedad que compartimos todos y que llamamos vida. Todos los seres conscientes o que suponemos conscientes están vivos, aunque no todos los seres vivos tienen por qué estar conscientes; podemos perder la consciencia por un accidente o por efecto de la anestesia, y luego volverla a recuperar, pero si morimos ya no hay vuelta atrás. En realidad, las que están vivas son las células que componen nuestro organismo; la célula es la unidad más pequeña de vida, y nadie supone que la célula sea consciente, por lo que la vida por sí misma no parece ser el único requisito indispensable para la consciencia. Nuestra intuición solamente cree reconocer la consciencia en seres formados por un número suficientemente grande de células, por lo que parece que es consecuencia de la actividad coordinada de todas ellas; además, necesitamos observar un cierto comportamiento en esos seres, porque, para nosotros, la consciencia está íntimamente ligada con el comportamiento que genera. Si una piedra fuera consciente, nosotros jamás lo sabríamos, porque no presenta comportamiento alguno.
Para los defensores de la IA fuerte, la clave de todo está en el proceso de información. Una célula está viva porque procesa una cantidad determinada de información, muchas células procesando información al unísono generan consciencia, que no es más que la consecuencia del proceso de muchísima información. Si una máquina procesa la suficiente cantidad de información, se volverá consciente; lo de menos es el material que utilices para procesarla, lo que cuenta es la cantidad y la complejidad del proceso. La información es un concepto que está muy de moda porque es muy práctico, se puede medir; la unidad de información es el bit, que representa básicamente la presencia o ausencia de lo que te salga de las narices. Sabemos que podemos construir un dispositivo, electrónico por ejemplo, que procese la cantidad de bits que queramos, por inmensa que sea, de la forma más compleja que se nos ocurra, sin mostrar ningún comportamiento aparente y sin que el resultado de dicho procesamiento produzca ningún resultado sorprendente, por lo que el simple proceso de información no parece ser el origen de la consciencia; debemos conectar el circuito con motores que produzcan movimiento, altavoces que emitan sonido y sensores que capten el medioambiente para que observemos un comportamiento y podamos interactuar con el aparato, de manera que podamos juzgar si nos parece que actúa como un ser con consciencia propia. Realmente, nosotros somos el único aparato de medida que existe para determinar la presencia de consciencia, y lo hacemos emitiendo un juicio en base a una identificación con nuestra propia naturaleza. Tenemos sobrados motivos para sentir que no tenemos nada en común con un circuito electrónico; su constitución es totalmente diferente de la nuestra, y muchísimo más simple que la de cualquier organismo vivo, ¿por qué íbamos a pensar que su comportamiento es algo más que un automatismo que imita muy bien nuestro comportamiento?
En cualquier caso, incluso aunque utilizásemos una tecnología diferente, que aún no hemos imaginado ni siquiera, y que fuese tan compleja como la nuestra, o más, ¿por qué suponer que algo tan diferente piensa y siente realmente como nosotros? Si las máquinas construidas con esta tecnología llegasen a ser más inteligentes y capaces que nosotros y nos llegasen a dominar, serían ellas las que pasarían a determinar qué es consciente y qué no, en base a sus propios criterios, que no tendrían por qué tener nada que ver ni siquiera con sus experiencias íntimas, si es que las tuvieran. ¿Os suena de algo?