Una colonia de células
El ser humano tiene una tendencia muy marcada a los delirios de grandeza. Desde nuestro punto de vista, hacemos cosas increíbles, tenemos ideas trascendentes y podemos desarrollar una inteligencia asombrosa; dominamos prácticamente todos los ambientes de nuestro planeta y estamos empezando a explorar el espacio exterior. Nos hemos inventado dioses y seres superiores y les hemos hecho crearnos a su imagen y semejanza, nada menos; también les hemos encomendado la construcción de paraísos donde retirarnos después de la muerte, todo un lujo.
Podemos luchar contra toda clase de animales, incluida nuestra propia especie, utilizando toda clase de instrumentos mortales, cada vez más efectivos, diseñados por nosotros mismos. Mediante la guerra, considerada durante muchos siglos y por muchas culturas como la expresión suprema de la naturaleza humana, se han creado grandes imperios y conquistado inmensas riquezas, esclavizado a pueblos enteros y generado héroes y grandes hombres mediante cuyas gestas enriquecemos nuestra historia y vamos ganando puntos de superioridad sobre otros pueblos que justifican las pretensiones de dominación que tenemos los unos sobre los otros, tanto a nivel individual como colectivo.
El problema surge al considerar el hecho de que, en última instancia, es tan fácil matar a un ratón como al más bravo guerrero, por no hablar de que ambos pueden morir a causa de un enemigo tan pequeño como puede ser una bacteria. También existen muchos animales que pueden vencer en una lucha cuerpo a cuerpo a cualquier persona, y que son mucho más fuertes que nosotros, o que pueden hacer cosas que nosotros no podemos, como volar o respirar debajo del agua. Por todo ello, no nos ha quedado más remedio, para demostrar esa superioridad que sabemos que tenemos, que desarrollar una facultad en la que claramente destacamos sobre el resto de animales: la inteligencia.
Las mejores cosas que hemos hecho, incluyendo las mejores guerras, las hemos conseguido gracias a la inteligencia. Esto es lo que nos ha permitido expandirnos hasta el espacio y mejorar nuestro nivel de vida, además de alargarla cada vez más y más años con mejor salud. Por supuesto, no nos basta con tener esa capacidad de forma natural, así que también le hemos buscado un origen trascendente que la haga todavía más asombrosa: nuestra inteligencia proviene de la divinidad (la que sea), y es una manifestación de una entidad de un plano superior llamada alma, que es inmortal y habita en nuestro miserable cuerpo hasta que este muere. Para explicar y controlar todo lo referente al alma, inventamos la religión, que ha sido una herramienta muy útil para el poder para tener controlada la otra vertiente del desarrollo de la inteligencia, que se ocupa de los asuntos mundanos y terrenales: la ciencia.
La ciencia arrancó como una especie de aplicación práctica de la filosofía y fue cosechando éxitos a lo largo de la historia, primero poco a poco y, en los últimos siglos, de manera espectacular, proporcionando la base de conocimientos para un desarrollo tecnológico sin precedentes que ya denominamos con el término revolución. Esto ha hecho pasar a la ciencia a ocupar el primer plano a la hora de buscar explicaciones sobre el origen de las cosas y las leyes de la Naturaleza. La religión y el misticismo continúan vigentes, pero cada vez tienen menos que hacer a la hora de competir con la ciencia para explicar nuestro propio origen y funcionamiento; el único consuelo que les queda es que la ciencia es mucho más difícil y trabajosa de entender, por lo que la mayoría de la gente sigue apoyándose en cuestiones más espirituales a la hora de buscar ciertas explicaciones.
Por supuesto, la ciencia no puede dar explicaciones últimas a nada; el tópico de que la ciencia busca la verdad última sobre las cosas es una idea trasnochada, procedente de otras épocas en las que los avances sorprendentes provocaron una de las típicas oleadas de entusiasmo que nos produce el éxito y que nos lleva a exagerar el alcance que tienen nuestros descubrimientos. Creo que la mejor forma de entender la ciencia es como un conjunto de métodos que nos permiten conocer más y mejor nuestro entorno y nuestra naturaleza, pero que nunca nos proporcionará explicaciones y comprensión últimas sobre nada; podemos conocer con muchísimo detalle cómo está hecha una piedra, pero la ciencia nunca nos permitirá saber cómo es ser esa piedra, para eso deberemos continuar tirando de la filosofía, y en concreto la metafísica, a la que pertenecen las ideas religiosas, místicas y espirituales.
Pero lo que si nos puede decir la ciencia sobre nuestra naturaleza es que en realidad somos una colonia de células, de billones de ellas; exactamente igual que todos los seres vivos que podemos ver a simple vista, incluyendo a las plantas. Una célula no es algo tan simple como uno se puede imaginar; se trata de una maquinaria complejísima cuyo funcionamiento aún desconocemos en buena medida. Solo el estudio de los genes, las larguísimas macromoléculas donde se encuentran codificados casi todos los materiales que sirven para construir o hacer funcionar las células, es una rama en sí misma de la ciencia, y solo estamos empezando a desarrollarla. La neurociencia estudia las neuronas, un tipo especial de célula que constituye nuestro sistema nervioso, del que consideramos que proviene nuestra consciencia. Sabemos bastante sobre las neuronas, pero estamos muy lejos de saber ni tan siquiera si es posible explicar la consciencia a partir de ellas. También existen ramas enteras de la medicina dedicadas en parte a estudiar los diferentes tipos de células que constituyen cada uno de nuestros tejidos y órganos internos.
Por la ciencia también sabemos que los seres vivos no fueron creados tal cual los conocemos actualmente, sino que son el producto de la evolución a partir de otros organismos. Los primeros seres vivos que existieron fueron precisamente seres constituidos por una sola célula; con el tiempo, estas células se fueron asociando en grupos, especializándose en realizar diferentes funciones, y formando organismos cada vez más y más complejos, con multitud de formas y funciones, uno de los cuales somos nosotros mismos.
El motivo de que estos organismos más complejos sobrevivan es que esta organización permite a la colonia de células aumentar sus posibilidades de conseguir alimento y defenderse. El organismo es, además de la propia colonia, una especie de instrumento o herramienta que usa dicha colonia para interactuar con el entorno. En el caso del ser humano, esta interacción puede llegar a alcanzar altísimas cotas de complejidad. Lo más asombroso de todo es que cada célula en particular no tiene capacidad ni siquiera para percibir, y no digamos entender, ninguno de los objetos que conforman el entorno del organismo, ni siquiera un mísero grano de arena; las células no tienen ideas abstractas, ni sistemas políticos, no tienen sistema nervioso, pero pueden construir uno, no tienen manos ni pies, pero pueden formarlos, y pueden manejarlos sin ni siquiera ser conscientes de que existen.
Lo que sí está claro para cada uno de nosotros es que existimos como un ser independiente, sabemos cómo es ser nosotros mismos, algo que no podemos saber de ningún otro ser u objeto del Universo. Ese es el gran misterio de la consciencia, o del yo, como también podríamos llamarlo, quizás con más propiedad. ¿Cómo surgen todas estas ideas, habilidades y capacidad de conocer, manipular e incluso imaginar el mundo que nos rodea, a partir de unos seres completamente incapaces ni tan siquiera de concebirlas? Con las propias células sucede algo parecido, están formadas por simples moléculas, pero cuando las moléculas se organizan para formar una célula aparece un ser vivo, algo completamente alejado de lo que es cada una de las moléculas por separado. Se trata de las llamadas propiedades emergentes, que surgen de la autoorganización de un conjunto formado por gran número de elementos que interactúan, algo que estudia la rama de la ciencia dedicada a los sistemas complejos.
Siempre han existido algunas voces que han advertido de la arrogancia y prepotencia del ser humano y recomendado la humildad como mecanismo compensatorio. Se trata de un consejo muy sabio que además está basado en las leyes de la Naturaleza. Todos los sistemas naturales, incluidos nosotros mismos, funcionan a base de mecanismos compensatorios que permiten alcanzar estados de equilibrio óptimos en función de las circunstancias; todo mecanismo que hace aumentar algo necesita de otro que haga disminuir ese algo, y viceversa. Hasta hace poco, la humildad se basaba en argumentos más bien místicos o religiosos; ahora también podemos añadir criterios y conocimientos científicos a la lista de razones de por qué es conveniente bajarnos de los pedestales que nosotros mismos construimos y dejar de soñar con una grandeza inalcanzable, para enfocarnos en una escala mucho más pequeña, pero más realista, que nos permita conocernos mejor a nosotros mismos. Solo somos tan maravillosos porque somos nosotros mismos los que nos juzgamos.