¿Competencia o colaboración?
Entre las múltiples ideas que se tratan de implementar para mejorar el sistema educativo está la de educar en la colaboración, enfrentando este concepto al de competencia, como si fueran dos cosas incompatibles. Yo creo que es un error derivado de una visión un tanto simplista y maniquea de las cosas que puede restar recursos para el correcto desarrollo del individuo.
En su libro Las escuelas que cambian el mundo, Cesar Bona visita una serie de escuelas de primaria y secundaria en las que se ponen en práctica nuevas formas de entender la educación. En muchas de ellas se incide precisamente en esta contraposición, presentando la competitividad como algo negativo a descartar y a la colaboración como la panacea para conseguir un mundo mejor, en el que todo el mundo ayude y respete a los demás.
Esta visión de la competencia como una especie de lucha a muerte entre individuos en la que todo vale y que fomenta el egoísmo tiene su origen en las sociedades altamente competitivas como la estadounidense, con tópicos como el de los padres que presionan casi hasta el suplicio a sus hijos para que lleguen a ser los mejores en algo o el entrenador que fuerza a sus pupilos en exceso inculcándoles una especie de obsesión por la victoria que puede llegar a tener unas consecuencias nefastas. El resultado de la competitividad es la frustración de los que no dan la talla y la pérdida de empatía de los vencedores, fomentando una sociedad de ganadores y perdedores donde todo vale para alcanzar las metas personales.
Como de costumbre, trasladamos nuestra incapacidad para conducir el desarrollo de una de las facetas del ser humano de forma provechosa a la demonización del concepto mismo. Todos los seres vivos compiten por los recursos, se trata de algo consustancial a la vida, y el ser humano no es una excepción. Competimos por un puesto de trabajo, para vender nuestros productos, para encontrar pareja o incluso en asuntos tan triviales como los juegos o la decisión del lugar de vacaciones. Curiosamente, en el mundo del deporte la competitividad nos parece algo natural, y somos capaces de desarrollar las reglas del juego limpio y del trabajo en equipo para unir competencia y colaboración de manera sana y provechosa.
La utilidad del espíritu competitivo en el desarrollo personal se encuentra en el plano de la motivación y del esfuerzo por mejorar. Uno no compite solo con los demás, también compite consigo mismo para hacer las cosas cada vez mejor. El hacer trampas para conseguirlo o poner zancadillas a otros no te convierte en el mejor, sino en un tramposo. Tratar de superar limpiamente a los demás es una especie de juego que al mismo tiempo sirve para que aprendamos cosas de ellos, y esto a su vez fomenta la colaboración, ya que nos convierte en mejores colaboradores. El ser capaces de llegar a hacer algo mejor que otros refuerza la confianza en uno mismo, mientras que el desarrollar de forma productiva un proyecto en colaboración con ellos refuerza la confianza en los demás. Las dos cosas son necesarias para formar una sociedad de individuos sanos y cohesionados, donde tenga cabida tanto el desarrollo de uno mismo como individuo diferenciado como la faceta social que todos tenemos de manera natural. Cuando tratamos de acceder a un puesto de trabajo, competimos con los demás candidatos para ofrecer a la persona más apropiada para el puesto, cuando estamos desarrollando nuestro trabajo, colaboramos con los compañeros, que a su vez habrán competido con otros para estar allí, para sacar el máximo provecho del trabajo en equipo.
Centrarse solamente en la competencia o en la colaboración produce un desarrollo desequilibrado y deja cojo al individuo, que tendrá que recurrir muchas veces a las dos cosas a lo largo de su vida. La visión en blanco y negro del mundo como una serie de conceptos contrapuestos que representan el bien y el mal es un arcaísmo limitante que solo sirve para generar conflictos innecesarios. Debemos dominar todas aquellas facetas propias de la personalidad de manera que podamos canalizarlas de manera positiva. No se trata de simplificar, sino de aprender a gestionar la complejidad que caracteriza nuestra personalidad y nuestra sociedad.
Presentar la colaboración como el sumo bien es una visión sesgada e incorrecta de las cosas. Todo el que ha participado en un proyecto sabe que hay colaboradores y colaboradores. El igualitarismo bien entendido no consiste en convertir a la colaboración de un medio de conseguir las cosas en un fin en sí misma, permitiendo que todo el mundo pueda participar en un proyecto sin importar si están realmente cualificados para hacerlo. Es cierto que nadie nace sabiendo y que la única manera de llegar a desarrollar bien un trabajo es precisamente haciéndolo, pero para esto hace falta tener la motivación y la voluntad suficiente para mejorar, y aquí puede jugar un papel esencial la competitividad, el compararse con los demás que lo hacen mejor que nosotros y tratar de superarlos o al menos igualarlos, como hacemos en el mundo de la competición deportiva. Uno puede correr una maratón por el puro placer de hacerlo pero, ¿Por qué prescindir de la satisfacción que proporciona llegar el primero limpiamente?, los grandes deportistas son altamente competitivos, a la vez que totalmente honestos (si no, en realidad de grandes no tienen nada), no son solo un ejemplo de superación de uno mismo, si no ganan a los demás, no se convierten en campeones.
Se podría decir que competencia y colaboración van de la mano, y el llegar a saber combinarlas y desarrollarlas de forma productiva puede llegar a ser casi un arte. El problema parece estar más bien en nuestra incapacidad para enseñar correctamente como hacerlo. No se puede enseñar con éxito lo que uno no sabe hacer, y el aprendizaje no se produce solamente en la escuela y en casa. Tarde o temprano los niños se enfrentarán a la competencia en el mundo real, y deben estar preparados para afrontarla con éxito. Tratar de eliminarla de un plumazo simplemente ignorándola y presentándola como algo negativo es una quimera que nunca ha funcionado con ninguna otra cuestión. Educar en un ambiente puramente académico y teórico o hacerlo en una especie de mundo idílico de la piruleta son en realidad dos formas diferentes de hacer lo mismo, y de hacerlo mal. Para cambiar el mundo no bastan las buenas intenciones y los buenos deseos, hay que hacer de ellos una estrategia ganadora, y para eso hay que competir y colaborar al mismo tiempo. No todas las formas de entender la vida y la sociedad son compatibles, y las personas que juegan sucio para conseguir sus fines tienen ventaja sobre las que siguen unas reglas si estas no les superan largamente no solo en capacidades cognitivas, sino también en otros aspectos claves de la personalidad.
Los corderitos amables están muy bien para un mundo perfecto, pero en el mundo real no nos queda más remedio que tener ciertas dosis de agresividad (por supuesto sin violencia) y estar lo suficientemente espabilados como para convertir las estrategias que consideramos insanas y antisociales en perdedoras, y esto requiere una alta capacidad tanto para competir como para colaborar, y saber elegir correctamente con quién colaboramos y con quién competimos.