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viernes, 29 de noviembre de 2019

Falacias: argumento ad baculum

El argumento ad baculum, o la apelación al bastón, es una falacia que está y ha estado siempre muy extendida, y que consiste en tratar de hacer válida una conclusión utilizando amenazas como argumentos. En realidad, esto no se debería considerar una falacia, puesto que no se trata de un mal uso de la lógica, ni de una mentira o engaño, ni de una mala interpretación del significado, pero como es habitual encontrarla en cualquier lista de falacias, habrá que comentarla también en esta.

De hecho, hay quien considera, creo que razonablemente, que este tipo de falacia se debería incluir en otra más general, el argumento ad consequentiam, en el que las amenazas no implican necesariamente el uso de la violencia. El caso es que, si alguien te apunta con una pistola y te dice: “Será mejor que me entregues todo el dinero que lleves,” hay quien considera que esto es una falacia porque solo es verdadero en relación a la apelación a la violencia, y hay quien lo discute diciendo que se trata simplemente de una declaración de intenciones, y eso no es una argumentación. Podríamos añadir otras posibles causas de falacia afirmando, por ejemplo, que la pistola podría ser falsa, o no tener balas, o el asaltante no ser capaz en realidad de ejecutar la amenaza, o que el asaltado sabe cómo quitarle la pistola, y entonces la afirmación es falsa y, por tanto, falaz, pero esto obligaría a analizar este tipo de argumentos caso por caso, algo que los convierte simplemente en argumentos contingentes, pero no necesariamente falaces.

Personalmente, a mí tampoco me parece que este tipo de argumentos sean falacias, así que, puesto que todavía queda mucho artículo por delante, me voy a dedicar a comentar el uso de la violencia como argumento, que me parece algo bastante más provechoso.

La apelación al uso de la fuerza bruta suele comenzar mediante la justificación de la misma, con el objetivo de hacer de ella un argumento válido. Aunque todos sabemos hacer esto cuando nos conviene, no está de más hacer una recapitulación de los métodos y argumentos que empleamos para hacerlo. La fórmula más simple, que se utiliza solo en los casos más sencillos, es la apelación a la ley del más fuerte. Es algo así como que, puesto que la vida es competencia y lucha, es natural que los más fuertes sobrevivan o se impongan sobre los más débiles y, por lo tanto, legítimo. Esto se suele utilizar en casos más bien individuales, como el padre que afirma que el hijo debe terminarse la comida para no llevarse un guantazo, o el ladrón de antes que afirma que se le debe entregar el dinero para no recibir un disparo. Estos casos son más bien triviales y solo tienen trascendencia en el sentido de que ponen de manifiesto la miseria y la incompetencia de las que los humanos solemos hacer gala cuando nos enfrentamos a determinado tipo de situaciones problemáticas. Somos una especie agresiva. Todos llevamos dentro un mono, y los monos no suelen ser precisamente pacíficos. Sabemos que la violencia es ganadora a corto plazo, y además somos bastante vaguetes a la hora de desarrollar nuestras capacidades, así que es bastante habitual decidirse por zanjar determinadas cuestiones por la vía rápida.

Pero donde realmente los humanos nos llevamos la palma es en la justificación del uso de la violencia colectiva. Aquí sí que somos unos fenómenos. Tanto, que hemos conseguido hacer de ello una parte sustancial, o al menos una aspiración legítima, de muchos movimientos sociales y políticos. Además, hemos aprendido a maquillarla de tal modo que podamos ejercerla al mismo tiempo que la estamos rechazando tajantemente, con la elegante apelación a las convenciones sociales: “Violencia es solo lo que yo digo que es violencia, bueno, no lo que yo digo, lo que decimos todos, o al menos todos los que no somos aquellos contra los que dirigimos nuestras iras, que esos qué van a decir, y tal y tal.” Seguro que lo has escuchado alguna vez, dando tú mismo la razón con total convencimiento a tu interlocutor. Puede que incluso lo hayas afirmado tú en algunas ocasiones, porque ya se sabe, hay casos y casos, y lo que creemos nosotros siempre es excepcional, nunca es lo mismo que creen otras personas.

En primer lugar, vamos a examinar un pequeño detalle: cómo cambia el número la percepción de las cosas. Supongamos que vas tranquilamente caminando por la calle. Ante ti se detiene un enjuto hombrecillo, desarmado y de aspecto inofensivo, que te sugiere que le des todo el dinero que lleves encima. Posiblemente tú te sonrías y pases de largo, quizás incluso le des alguna monedilla, pensando que el pobre hombre está mal de la cabeza. No te sientes amenazado, porque sabes que de una hostia le cruzas de acera. Además, el buen hombre no te lo ha pedido de forma agresiva, solo extemporánea. Un hombrecillo no es violencia.

La apelación a la violencia como argumento no es necesariamente una falacia
La apelación a la violencia como argumento no es necesariamente una falacia

Al día siguiente, vuelves a pasar por el mismo lugar y allí está el mismo hombrecillo, pero esta vez se ha traído a su hermano, tan patético como él. Casi se diría que son gemelos. Ambos te vuelven a repetir la misma sugerencia. Esta vez, tú no les das nada, que ya les distes ayer, y pasas de largo con un ligero fastidio. En este caso, tampoco debes preocuparte demasiado, tienes dos manos y puedes ponerles a girar a los dos como una peonza con dos tortazos simultáneos. Dos hombrecillos tampoco son violencia.

La cosa empieza a ponerse fea al día siguiente. Esta vez los dos hermanos aparecen acompañados de los dos primos. ¡Hay que ver cómo es esta familia, cómo se parecen todos! No importa, dos brazos más dos piernas también suman cuatro, nada que temer. Cuatro hombrecillos tampoco son violencia. Podríamos seguir así unos cuantos días más hasta que, uno de esos días, el número de hombrecillos sobrepase nuestra capacidad de enfrentarnos a ellos, y la cosa se empiece a poner preocupante para nuestra economía. Quizás incluso sea preocupante para nuestra integridad física. ¿Quién sabe lo que puede pasar si los ánimos se encienden? Parecen pacíficos, incluso lo afirman, pero nos cierran el paso; alguno incluso parece algo enfadado. El problema es que, como todos sabemos pero pocos reconocerán, uno solo puede hacerse totalmente responsable de su comportamiento y de sus reacciones cuando se encuentra solo, nunca cuando forma parte de un grupo, porque su mera presencia, unida a la de muchos otros, envalentona al conjunto, así como el conjunto le envalentona a él. Reaccionar al unísono, provocando una reacción en cadena, forma parte de nuestra dotación de reacciones naturales, instintivas, viscerales. Muchos hombrecillos sí que son violencia, al menos violencia en forma de amenaza. No importa lo que nos cuenten los hombrecillos, eso solo se lo creen ellos.

La frontera entre el número de hombrecillos fastidiosos y el número de hombrecillos violentos es algo que no se puede conocer a ciencia cierta. A esto se le llama paradoja sorites: ¿Cuántos granos de arena hacen un montón de arena? ¿Un grano menos ya no es un montón? Normalmente se puede medir de manera objetiva comparando las fuerzas de las partes enfrentadas “pacíficamente.” Aquí debe entenderse por fuerzas las fuerzas efectivas. Al igual que no debe esperarse que la masa “pacífica” se convierta de repente en un montón de bestias asesinas sacadas de alguno de los episodios de la serie Alien, sus “violentos” oponentes tampoco tienen por qué desplegar todo el potencial ofensivo del que son capaces. Aquí no se trata de ponderar las diferentes violencias y amenazas para ver quién tiene más razón, a los seres humanos no se nos dan bien las valoraciones, no sabemos ser objetivos ni ver la objetividad en quién nos lleva la contraria. Se trata de un ejercicio estéril, creo que simplemente basta con hacerse consciente del problema, con ser un poco más realista cada día, para ver si llegamos a conseguir en algún momento aprender a valorar las cosas con objetividad.

Pero delimitar la violencia es solo una puntualización. Lo bonito es justificarla. Ahí es donde nos las pintamos solos. Y ya no digamos justificarla para presentarla como “no violencia”, como reacción puramente defensiva. ¿Qué puedo decir yo, simple mortal, ante una humanidad acostumbrada durante siglos, ¡qué digo siglos! Milenios, a justificar de mil maneras los actos de violencia más abyectos? Lo primero que necesitamos es una causa justa. Hay que poder afirmar con rotundidad que nosotros tenemos derecho a hacer lo que hacemos y los demás, si lo tienen, tienen menos. El fin justifica los medios tanto como los medios justifican el fin. A veces incluso basta con encontrar una causa justa para después inventarse al enemigo, como en el chiste en el que primero se construye el puente y luego se hace pasar el río por debajo. Es curioso que, sea cual sea el sistema político en el que nos encontremos, la solución siempre acabe siendo la misma: “Enfrentarse al opresor tomando las calles.” Parecemos los eternos oprimidos, “si naciste pa martillo, del cielo te caen los clavos.” Ni siquiera cuando nos asignan el papel de soberanos en la película somos capaces de librarnos del sambenito.

Y el poder, ¿qué dice a todo esto? Pues el poder parece encantado. Al sistema le encantan los antisistema. Nos reconocen el derecho a salir a protestar en masa, se muestran incluso comprensivos con los desmanes que a veces producen algunos exaltados (¡Ay, los exaltados!) en determinadas manifestaciones, consideran casi legítimas las coacciones a la ciudadanía que suponen los cortes de carreteras y otras vías de comunicación en las huelgas, reivindicaciones laborales de todo tipo, o simplemente protestas políticas o sociales, que por lo visto no es lo mismo, en las que una parte de la ciudadanía toma como rehén a la otra para extorsionar con ello al sistema, y para provocar con ello que esa otra parte se una a sus protestas, aunque no sea a su lado, y presione también a su vez. Ya lo sabemos, cuando alguien realiza alguna de estas acciones, realmente están defendiendo los derechos “de todos, y de todas (y no necesariamente en ese orden, supongo que habría que añadir.)” “Déjalos,” parece decir el sistema, “que al fin y al cabo, lo que rompen lo pagan ellos, los abusados de hoy serán los abusadores de mañana, y mientras están por las calles, mientras crean que la solución a sus problemas pasa por esto, jamás se pondrán a realizar el trabajo difícil que los convertiría en verdaderos políticos.” A enemigo que huye, puente de plata.

El otro día, viendo una serie, casi se me saltaron las lágrimas de emoción al ver que no soy el único que se da cuenta de estas cosas. La escena sucedía en España a finales de los 70, en el momento en que se iba a pasar del régimen franquista a la democracia (así la llamamos por algún motivo.) Uno de los personajes comentaba que no había de qué preocuparse, “porque al final siempre mandamos los mismos.” “¿Quiénes?” Preguntaba otro, “¿los franquistas?,” ”¡No! ¡Los espabilaos!” ¿Acaso no es la verdad siempre mucho más bonita y elegante que la ficción? ¿Por qué nos gustarán tantísimo los mitos?

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