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viernes, 14 de junio de 2019

Piensa mal y acertarás

Todo el mundo es susceptible, si se le presenta la ocasión, de actuar de manera deshonesta y hacer trampas. Esto significa que probablemente todos lo haremos en más o menos ocasiones a lo largo de nuestra vida. Si a esto le añadimos que algunas personas actúan deshonestamente de manera sistemática, podemos considerar que las trampas y las triquiñuelas forman parte del funcionamiento normal del sistema, y que se producen continuamente. Todo esto sin contar los crímenes y delitos violentos, que son una cuestión aparte.

Si exceptuamos a los delincuentes sistemáticos y a los que cometen actos de gran envergadura, la mayoría consideramos nuestras pequeñas acciones deshonestas como pecadillos sin importancia y encontramos rápidamente excusas y justificaciones para ello, la más socorrida de las cuales es considerar que, en realidad, todo el mundo hace lo mismo. También justificamos en buena medida los pecadillos de los demás, ya que esto crea un contexto muy conveniente en el que todos podemos tomarnos ciertas libertades y nos apoyamos mutuamente; un poquito solamente no se va a notar, tampoco es para tanto, por una vez no hay que rasgarse las vestiduras… Lo más profesional de todo es alcanzar el estado de bendita ignorancia en el que “no sabíamos que no se podía hacer” o “nadie nos dijo que…”, y estoy seguro de que hay gente que realmente consigue ser sincera al excusarse de esta forma, es solo cuestión de aprender a estar en babia para lo que nos pueda interesar.

Pero, como también sabemos todos, muchos pocos hacen un mucho; también sabemos que, aunque empecemos haciendo trampas de manera ocasional, unos a otros nos podemos animar para hacerlo cada vez un poco más a menudo, hasta que la cosa se generaliza y se convierte en la norma. Las leyes están repletas de medidas que tratan desesperadamente de impedir los abusos y las trampas, y que, en las manos adecuadas, se pueden llegar a convertir ellas mismas en herramientas para cometer nuevas trampas y abusos, o para taparlos, como por ejemplo sucede con las leyes de protección de datos (o puede suceder, no hay que ser malpensados), que acaban protegiendo también datos que no nos conviene nada que estén protegidos, y detrás que la que se puede parapetar la administración para limitar la transparencia que ella misma se compromete a proporcionarnos, de manera que se acabe convirtiendo en un mero formalismo sin demasiado interés.

Muchas instituciones, en especial las que manejan fondos y realzan contratos, están supuestamente más vigiladas que si estuvieran en manos de la mafia. Se pretende que esto es una garantía de su limpieza y buen funcionamiento, y los casos de corrupción y violación sistemática de las normas no parecen oscurecer la confianza que debemos tener en ellas, sino que más bien la refuerzan porque demuestran que “el sistema funciona”. Esto no deja de ser una triquiñuela estadística, ya que solo contamos los casos que salen a la luz, como si no pudieran existir otros que no salen nunca; con el tráfico de mercancías ilegales pasa algo similar, el porcentaje de alijos incautados es muy inferior al porcentaje total. No sabemos la proporción de corrupción total que sale a la luz, pero se nos pide confiar en que, al final, salen todos los casos, y que se trata de hechos aislados y anecdóticos. Por supuesto, no nos lo tragamos, pero da lo mismo, porque la versión oficial es esa.

La presunción de inocencia se estira todo lo que sea necesario para intentar tapar todos los casos, hasta que, al final, no queda más remedio que reconocerlos, la cual es una actitud que siempre han tenido las personas poderosas y supuestamente respetables y que sabemos que se corresponde realmente con la inocencia en casos muy contados. Los dineros distraídos no suelen aparecer por ningún lado, excepto algún milloncejo convenientemente colocado en alguna cuenta, que parece preparada ad hoc para contener el “dinero de confesar”, algo de calderilla para obtener una reducción de condena al devolverlo cuando me pillen. Los organismos de control y la justicia misma están, para más inri, siempre bajo sospecha de estar capturados por los propios elementos a vigilar. Por supuesto, quien alegue todo esto es un antisistema que quiere minar la confianza en la justicia y en las instituciones; si no se actúa así, y no te crees la versión oficial de las autoridades, entonces estamos perdidos y no se puede hacer nada. Lo dijo Blas, punto redondo.

A veces es mejor que las apariencias no nos engañen
A veces es mejor que las apariencias no nos engañen

En el terreno académico sucede algo parecido. Las teorías sociales, económicas y, en general, todas aquellas que implican modelos del comportamiento humano, están repletas de actores perfectos y de personas que actúan siempre de buena fe y son completamente racionales, sea lo que sea eso. Como mucho, se tiene en cuenta un cierto egoísmo, descrito como “pensar en tu propio beneficio” o algo así, que es todo el mal que se les concede a esta especie de pastorcillos bondadosos y simplistas que pueblan los modelos teóricos, liberados de compartir el espacio con personas de intenciones aviesas y tramposos avispados.

Y es que ser mal pensado en este contexto no se considera serio. Las normas constituyen un conjunto limitado y abarcable, mientras que las formas de saltárselas son prácticamente ilimitadas. Por cada norma que introduzcas en el modelo, tendrías que introducir un montón de posibles artimañas para saltársela; solamente los expertos en la teoría del caos serían capaces de construir y entender modelos manejables, así que no queda más remedio que hacer como en el chiste del borracho, e irse a la farola a buscar las llaves que se te han perdido porque allí hay más luz. Por supuesto, más vale un modelo simplista que ninguno; o por lo menos eso dicen. De nuevo, poner en duda las instituciones académicas y las teorías dominantes es de antisistemas, de radicales o simplemente de ignorantes (vas a saber tú más que…).

Y ya que he sacado a relucir la teoría del caos, podemos recurrir a ella para afirmar que, en los sistemas complejos como la sociedad, las pequeñas perturbaciones se propagan de manera no lineal y pueden llegar a hacer tambalearse al sistema entero, lo que se conoce vulgarmente como el efecto mariposa, el aleteo de una mariposa en Japón acaba causando un huracán en Florida. Los llamados casos aislados no tienen por qué ser algo anecdótico, porque lo que cuenta no es su número, sino sus efectos. Por desgracia, sabemos por experiencia que simplemente cuatro personas armadas con cuchillos pueden causar una estampida de miles, producir varias muertes y movilizar la policía y el ejército de todo un país. Efecto mariposa. Los corruptos no necesitan demasiados corruptos a su alrededor, son la competencia, y son ambiciosos, lo quieren todo para ellos. Necesitan algunos lacayuelos para que les hagan el trabajo sucio a cambio de algunas migajas, pero el pastel gordo es mejor repartirlo entre unos pocos, para tocar a más.

A los caraduras, lo que de verdad les gusta tener a su alrededor es a los ingenuos de corazón limpio y que confían en el prójimo, también llamados pánfilos. Dicen que el mejor lugar para esconder una manzana podrida es en un barril de manzanas. Si a esto le sumamos que “no se puede criticar a un cuerpo o institución por lo que hagan unos pocos de sus miembros” tenemos el blindaje perfecto. Que la mayoría de los policías son honrados, es cierto; que hablar de unos pocos policías corruptos desprestigia al cuerpo, es falso. Nadie es tan estúpido, y si lo es no debería importarnos mucho lo que diga, como para pensar que toda la policía está corrupta porque cuatro espabilados se monten un chiringuito dentro de ella; pero lo que si nos induce a pensar es que está fallando algo que debe ser revisado, y hablar del tema públicamente y sin tapujos ayuda a apoyar a las personas dentro de la policía que quieren cambiar esto y saben cómo hacerlo, pero que encuentran reticencias por parte de algunas instancias superiores. Y lo mismo vale para la política, los negocios y cualquier otra actividad humana susceptible de ser un nido de espabilados.

La presencia de pánfilos, o personas respetables para el que tenga la piel fina, puede gritar en realidad a los cuatro vientos “¡caradura a babor!”, como el dolor puede indicar la presencia de una grave enfermedad. La mejor opción entre personas honradas es la desconfianza, pero no la clase de desconfianza propia de los ignorantes, totalmente arbitraria y basada en el temor y la inseguridad, sino la desconfianza informada de las personas que saben lo que están haciendo y conocen el mundo en el que viven. Si los dos somos honrados, que nos acostumbremos a tomar todas las medidas de precaución posibles en nuestros tratos es un entrenamiento perfecto para cortarle el acceso al caradura de turno cuando se presente el día de mañana, y se presentará.

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