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viernes, 21 de diciembre de 2018

Protestas y disturbios

En los países democráticos, el mecanismo por excelencia de expresión de la voluntad del pueblo, del que se dice que es soberano, son las elecciones, mediante las que tenemos el privilegio de elegir a nuestros eficientísimos representantes. Como entre unas elecciones y las siguientes pueden pasar varios años, entre tanto existe otro mecanismo cada vez más utilizado para expresar también dicha voluntad: las protestas; el problema es que estas muchas veces suelen acabar convirtiéndose en disturbios.

El hecho de que alguien esté reclamando o quejándose de algo no convierte automáticamente al acto en una protesta. Si en un restaurante me sirven una comida que no es de mi agrado cobrándome encima un precio abusivo, y, como protesta, al salir rompo la cristalera con una piedra después de hacer una pintada en la puerta con mi reclamación, estoy cometiendo un acto vandálico, aunque en mi fuero interno considere que estoy protestando. Esto creo que es evidente para cualquier persona; si quieres protestar, se lo dices al encargado o pides la hoja de reclamaciones.

Sin embargo, cuando las reivindicaciones son políticas, parece que una protesta sigue siendo una protesta cuando empiezan los destrozos de mobiliario urbano y los enfrentamientos con la policía. Se trata de una cuestión que tiene que ver con el lenguaje, puesto que los actos son lo que son, los llames como los llames; sin embargo, periodistas, tertulianos y, sobre todo, políticos, los reyes de la distorsión del lenguaje, se empeñan en usar el término protesta incluso cuando se están refiriendo a actos manifiestamente violentos.

Se supone que una protesta es algo lícito. Para que lo sea, además, es necesario comunicarlo a la Autoridad Gubernativa, de acuerdo con la ley orgánica 9/1983. Sin embargo, muchos de los actos a los que se denomina protestas comienzan directamente siendo actos ilícitos, como los cortes de las vías de comunicación que, entre otras cosas, son un atentado al derecho de libre circulación que se supone que tenemos todos los ciudadanos. Y no es que nuestra lengua carezca de palabras alternativas que expresen correctamente la naturaleza de estos actos; en castellano, por ejemplo, existen los términos disturbio, alboroto, perturbación, desorden, tumulto, motín, revuelta, algarada, y algunos cuantos más. De hecho, en muchas ocasiones, actúa un cuerpo especial de la policía para intentar ponerles fin, cuya denominación es precisamente antidisturbios, no antiprotestas, que sonaría muy mal.

El problema cuando utilizas un término que se refiere a un acto legítimo para denominar otro acto que no lo es, es que esto, aunque solo sea de manera inconsciente, lo está legitimando. No sé si esto es aceptable cuando lo hace la llamada gente común (desde, luego, los ejecutores del acto siempre lo llamarán protesta), pues creo que no se nos supone una excesiva habilidad con el lenguaje, hecho que queda patente por la necesidad de tener representantes que hablen en nuestro nombre para las cuestiones importantes, como si se tratase de ventrílocuos; pero lo que no es de recibo es que ciertos profesionales, una de cuyas responsabilidades es precisamente el correcto uso del lenguaje porque se dedican a la comunicación, utilicen alegremente esta forma de llamar a los disturbios, dando la sensación de que se trata de cuestiones sin importancia, cosas de chavales.

En el caso de los periodistas creo que se trata simplemente de un vicio debido a la costumbre; de vez en cuando se les escapa alguna patada al lenguaje, todos cometemos errores. Pero, en el caso de los políticos, la cosa es otro cantar; aquí ya tenemos que recurrir al conocido principio Cherchez la face, buscar el interés oculto. Aunque a veces alguno lo parezca, un político no es precisamente un analfabeto; la elección de las palabras adecuadas para dirigirse al público es un procedimiento que a veces es incluso obsesivo. Encontramos parrafadas eternas y totalmente vacías de contenido cuyo único objetivo es repetir un número determinado de veces una palabra fetiche como democracia o derecho, o giros rocambolescos del lenguaje para evitar llamar a algo por su nombre, así que no puede ser que no se den cuenta de que están utilizando mal el término protesta cuando lo hacen.

Y supongo que la explicación es que no quieren aparecer ante el pueblo como recortadores de libertades imprescindibles, eso que hoy en día todo el mundo llama fascistas, puesto que parece que la única forma de acción política de la que somos capaces, aparte de afiliarnos a un partido, es la protesta callejera, y no parece que se espere de nosotros que seamos capaces de comportarnos debidamente en todas las ocasiones cuando estamos encendidos, algo que es paternalista y avieso al mismo tiempo: trata a un niño como un tonto y se acabará convirtiendo en un tonto.

No es lo mismo una protesta que un disturbio
No es lo mismo una protesta que un disturbio

Personalmente, yo no tengo mucha fe en las protestas como medio de acción política. Es posible que en otros tiempos, cuando el poder tenía otras ínfulas y la contestación popular era casi una ofensa y un atentado al honor de las autoridades, el simple hecho de que los súbditos salieran a la calle a retarlas ya era un éxito en sí mismo; pero el ser humano es altamente adaptable, y las autoridades no son precisamente estúpidas, siendo capaces de adaptarse bastante más rápido a los hábitos del pueblo, dominado normalmente por la pasividad y la costumbre, de lo que este es capaz de cambiarlos. La represión y la violencia pasan factura, mientras que un estado de relativa paz y tranquilidad es muy satisfactorio para casi todos; el mundo no se hunde porque la gente salga a la calle a protestar, y a todos los partidos les viene muy bien poder movilizar a sus bases para presionar al gobierno de turno, mientras que este puede sencillamente ignorar las protestas sin demasiadas consecuencias, precisamente porque la gente no quiere perder ese estado de paz y tranquilidad.

De este modo, la protesta se ha convertido en una especie de ceremonia social, y no es raro ver manifestaciones que casi parecen un desfile de carnaval, con sus tamborradas y todo, otra fiesta de la democracia, como las elecciones. Esto supongo que es visto con desesperación por los más radicales y activistas, que ven cómo su herramienta tradicional, heredada de sus ancestros, se ha convertido en algo descafeinado y carente del sentido épico que tuvo en otros tiempos, así que se siguen comportando como si estuvieran en tiempos de la revolución francesa o rusa, manteniendo su fe en la violencia como medio de derribar al estado opresor, o al menos obligarle a plegarse a sus exigencias.

El problema es que hoy en día los tiempos han cambiado bastante, y el estado dispone de medios y tecnología suficientes para vérselas con unos cuantos incendios, pedradas, petardos y destrozo de mobiliario urbano, que suelen afectar únicamente a la propia ciudadanía, que es quien paga lo destrozado con sus impuestos, o como mucho a las fuerzas de seguridad. Ni siquiera los terroristas son capaces de conseguir otra cosa que no sea un montón de muertes inútiles y quedar marcados para siempre como un grupo de personajes abyectos; tampoco parece razonable para el resto considerar a estos radicales como una alternativa válida a un sistema pacífico, por imperfecto que sea, puesto que ya sabemos que lo único que sale de estos movimientos es una dictadura en la que los propios revolucionarios se convierten en unos oprimidos más, en víctimas de las luchas por el poder, o simplemente en otros opresores iguales o peores que los derribados. La violencia en un sistema democrático es una muestra de debilidad, no de fortaleza, denota una incapacidad manifiesta para aprovechar las libertades de las que dispones para conseguir tus fines políticos.

La paradoja es que hoy en día el sistema realmente ofrece la posibilidad de actuar políticamente incluso de manera individual sin tener que recurrir a algo tan rudimentario como las protestas. Parece que eso de la soberanía popular es una especie de sarcasmo que se queda en una simple declaración formal, pero el caso es que es uno de los fundamentos del sistema. El problema es que mucha gente considera que se trata de una especie de nombramiento que te permite empezar a mandar y a pedir todo lo que quieras por esa boquita, por lo que no hacen nada para capacitarse para ejercerla realmente como una especie de trabajo comunitario responsable. La ley emana del pueblo, pero la mayoría de la gente no se leerá una ley en su vida, tenemos libertad de expresión, pero no se utiliza para construir una opinion pública de calidad que constituya la base de la autoridad ciudadana, porque eso exige mucho trabajo y ya tenemos bastante con lo nuestro, que lo hagan otros; disponemos de unos medios tremendos con los que conseguir toda clase de información y formación o incluso convertirnos nosotros mismos en una fuente, pero preferimos malgastar nuestro tiempo cotilleando en redes sociales, peleándonos con frasecitas cortas en el twitter, o limitándonos a consumir solamente las opiniones que coinciden con las nuestras, limitando nuestra capacidad para rebatir los argumentos contrarios por simple desconocimiento. En democracia, políticos somos todos, no solo los que se dedican profesionalmente a ello; el trato que recibes de otras personas depende en buena medida de la imagen que les transmites. Si nuestros representantes nos tratan en muchas ocasiones como a menores de edad, algo deben de estar viendo en nuestro comportamiento y en nuestras respuestas que se lo confirma.

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