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miércoles, 2 de octubre de 2019

Los estilitas

El estilita se prepara para descender de su columna
El estilita se prepara para descender de su columna

Existen criaturas sobrehumanas cuya naturaleza provoca tan intenso desasosiego en el frágil y temeroso espíritu de las gentes, que la humanidad entera acaba disfrazando su leyenda con el paso de los siglos, hasta dejarla reducida a un inofensivo mito, apto para ser transmitido incluso al párvulo más inocente en una tenebrosa noche de tormenta.

Los querubines, por ejemplo, los ángeles guardianes de la gloria del Creador, fueron en su origen imponentes criaturas de temible aspecto, enormes toros alados con cabeza de apariencia humana. El mismísimo Satanás, arquetipo superlativo de todos los rebeldes y gestor del mal, fue en un principio una de estas formidables entidades. A nuestros días han llegado tan turbadores ángeles convertidos en adorables bebés alados, suavizada su inquietante apariencia como suavizan las corrientes marinas los afilados bordes de cualquier objeto cortante.

Pero, si ha existido alguna vez una historia que la humanidad se ha visto abocada a verter en los anales transformada en inocua leyenda, tratando así de erradicar hasta el más ínfimo recuerdo de su luctuosa memoria, esta ha sido sin duda la historia de los estilitas. Los estilitas han llegado a nuestros días convertidos en místicos santones que pasaban largos años de penitencia encaramados en lo alto de gigantescas columnas. Su devoción era tan admirada que las buenas gentes, y también muchos curiosos, acudían a contemplarles y les dejaban en ofrenda presentes y viandas, que no hacían sino estorbar el austero proceso de expiación autoimpuesto por estos devotísimos eremitas.

Los estilitas hacían penitencia, sí, pero no por los pecados de la humanidad, no por los pecados que ellos mismos habían cometido. Los estilitas hacían penitencia por los pecados que pensaban cometer. Aguardaban pacientemente en lo alto de sus atalayas, distraída su mente perversa en los tremendos actos de crueldad que consumarían cuando por fin llegase el momento de descender. Saboreaban por adelantado cada instante, recreándose en idear inenarrables torturas, perfeccionando hasta el más mínimo detalle el protervo apoteosis final de su infausta existencia, que culminaría con su propia desintegración tras fenecer por agotamiento después de una vesánica orgía de sangre, muerte y destrucción. Los estilitas siempre morían matando. Estaban hechos para el mal.

Es imposible, después de tan abrumadora presentación, conjeturar siquiera algún atisbo de humanidad en tan execrables personajes. Los estilitas, por supuesto, no eran humanos. Su origen se remonta a la más antigua de todas las guerras, a la guerra primigenia, la madre de todas las guerras, la guerra librada por las fuerzas del ya mencionado Satanás, en ingenua rebeldía, contra los designios de su Señor Absoluto, aquél que Es el que Es.

El Sumo Hacedor, poseedor de todas las cualidades en grado máximo, en grado infinito, infinito no numerable, posee también, como no podía ser de otro modo, un lado malo. Su también ilimitada Sabiduría ideó la más elegante de las Soluciones para que pudieran coexistir las inconmensurables fuerzas antagonistas del Sumo Bien y el Sumo Mal. Fuerzas cuyo choque conduciría irremisiblemente a su completa aniquilación mutua, a la aniquilación completa de la totalidad de la Creación. Si el Mal es lo contrario del Bien, su polo negativo, y si todo Mal debe tener un Castigo, proporcional a su gravedad, que debe ser expiado, entonces al Mal Absoluto le corresponde una Penitencia Absoluta, al Mal Infinito le corresponde una Penitencia Infinita, Eterna. Si la penitencia para el lado del bien es posterior al pecado, para el lado del mal debe ser previa a su comisión. La lógica es impecable: los buenos quizás pequen o quizás no, para los malos es simplemente su sino. De esta forma queda resuelta la simultaneidad del Sumo Bien con el Sumo Mal, neutralizado este último por una Penitencia que jamás tendrá fin. Aguardando eternamente la ocasión de hacer efectiva su espantosa naturaleza aniquiladora.

Volviendo de nuevo a la diabólica rebelión, tamaña osadía requería un castigo proporcional a la más grave de las faltas. No era una cuestión de venganza, la venganza es patrimonio de los débiles, era una cuestión de Justicia. El Orden Natural había sido alterado. Uno de los infinitos estados superpuestos que posee cada instante del devenir se había hecho efectivo. La Naturaleza debía adecuarse a la nueva situación: Dios tenía un Enemigo.

Satanás, sin embargo, no dejaba de ser un ángel, y no un ángel cualquiera. No había sido creado para hacer el mal. Pero El Adversario debía ser capaz de asumir su nuevo papel de símbolo de la oposición al Sumo Bien. Debía convertirse en un digno representante del mal. Expulsado de las regiones celestiales, degradado a llevar una vida mundana, no era necesario que su mal fuera Absoluto, en términos divinos. Bastaba con un mal absoluto en el mundo de los humanos, su nueva jurisdicción. Su Castigo, o quizás sería más apropiado llamarla su nueva Misión, requería que aprendiese a administrar el mal. Los estilitas fueron los encargados de tan oscura instrucción.

No existía en lugar alguno una escuela semejante. No existían sobre la tierra tan depravados maestros. Hubo que Crearlos para la ocasión. También esta vez se utilizó barro para moldearlos. Un barro procedente de la pestilente charca en la que se encontraba confinado el pavoroso Lado Oscuro del propio Juez Supremo. Una pizca infinitesimal fue suficiente para originar la más monstruosa estirpe de engendros que jamás haya hollado nuestro sufrido planeta. Los estilitas hicieron su trabajo y lo hicieron bien. Al terminar, erigieron sus negros torreones exudando una repugnante baba que se endurecía rápidamente, adquiriendo una sólida textura vidriosa, como los ojos de un difunto, y que relucía en la oscuridad con un tenue y maligno brillo verdoso. Situados en la cima, fueron dando a sus pedestales la altura conveniente, para terminar entrando en un estado extático, cuya duración solo conocía cada uno de ellos.

Un estilita podía pasar en ese estado la eternidad entera. Mientras estaban pagando su criminal hipoteca eran inmortales. Solo su alevosa voluntad o la Voluntad de su Creador podía despertarlos de ese trance para culminar sus días en un indescriptible apocalipsis. El detonante de tan hórrida deflagración solía ser la Voluntad Divina, con la finalidad de desatar alguno de los habituales correctivos que la brutal y lujuriosa humanidad se iba mereciendo a lo largo de su bárbaro desarrollo. Los estilitas solo conocían dos sentimientos: el odio y la satisfacción de desatarlo. Su odio era completamente limpio, purísimo, un odio desprovisto de rencor, de ira. De no tratarse de criaturas hechas para hacer el mal, se podría afirmar que se trataba de un odio sin malicia. Un odio inmaculado. Un odio platónico. No resultaba fácil para ellos encontrar el momento de descender finalmente de sus altos miradores. Su mente se entretenía en maquinar nuevos y espeluznantes tormentos que iban añadiendo años, incluso siglos, a sus autoimpuestas condenas, ya de por sí dilatadas en su origen.

Hubo un tiempo, antes de que la humanidad terminase perdiendo por completo su inocencia, en el que nuestra especie y las criaturas angelicales solían relacionarse entre sí con una cierta asiduidad. Fue en aquellos días olvidados en los que los hombres fueron advertidos del extremo peligro que se cernía sobre sus malhadadas cabezas. Solo existía un posible remedio: La penitencia de los estilitas era tremendamente estricta. Quizás era este aspecto el único en el que se les podía calificar de honestos. Si un estilita rompía, aunque fuese por un solo instante, su rigurosa penitencia, debería volver a comenzar de nuevo el proceso desde el principio. La ingenuidad de aquellas buenas gentes les llevó entonces a urdir el candoroso plan de tentar a su temible némesis depositando sabrosos manjares y otras tentadoras ofrendas en la base de sus ponzoñosos promontorios. Jamás funcionó. A los estilitas no les interesaba lo material sino para destruirlo. Ya habría tiempo para eso. Si en algo es perseverante el ser humano es en perpetuar sus propios errores. Aquella inútil estrategia se convirtió en costumbre, luego en tradición, y acabó siendo un ritual de obligado cumplimiento cuto sentido ya nadie recordaba. Por este motivo, y no como una muestra de admiración, se acudía en peregrinación para depositar ofrendas a estas despreciables aberraciones.

Lo más habitual era que, de vez en cuando, alguno de estos leviatanes despertase de su cruel letargo y descendiese, solo o en compañía de otros, para perpetrar finalmente la tan ansiada hecatombe, único objetivo de sus larguísimas y casi permanentemente estáticas vidas, así como causa de su catastrófico final. No había palabras para expresar actos tan atroces. Tampoco era posible inventarlas. La mente humana simplemente no podía concebir tan tremebunda ferocidad asesina. Eran hechos inefables, y solo podían ser transmitidos y representados de manera simbólica, figurada, metafórica. Su simple remembranza conllevaba una muerte segura, fulminante, tal era su abyecta naturaleza.

La que quizás fue la mayor oleada de descensos, tan inmensa que algunos quisieron creer que constituyó de hecho la extinción de tan aborrecible estirpe, se produjo allá por el siglo sexto de nuestra era. Tan espantosa experiencia pasó a ser conocida como “La plaga de Justiniano”, y terminó con la vida de la cuarta parte de la población mundial. Dicen que la causante fue la peste, pero la peste era solo una de las innumerables torturas, y desde luego no la peor, a las que nos vimos sometidos durante aquellos aciagos años. La única verdad que pudo trascender, cuando las temblorosas bocas de los hombres pudieron por fin volver a articular palabra, fue que se trató de un Castigo divino. La humanidad podía respirar tranquila por algún tiempo. Tardaría en acumular razones que Justificaran el siguiente.

No sabemos si en nuestros días todavía queda algún estilita cumpliendo su viciosa penitencia en algún recóndito lugar del orbe. Tal vez yazga enterrado bajo las dunas de algún desierto. Tal vez se oculte en las profundidades de alguna oscura y olvidada caverna, cuya entrada quizás ha sido sellada en la antigüedad remota para que nadie sepa de su existencia. Quizás nuestros ancestros hayan cometido también otro fatal error. El error de pensar que podían neutralizar a estos entes sobredemoníacos, enterrándolos o apresándolos en inútiles prisiones que jamás podrán contener el tremendo estallido del mal en estado puro. Quizás existan todavía miles de estilitas, o quizás millones, ocultos a nuestros ojos por este pueril procedimiento.

En una lóbrega y oscura noche de tormenta, horrísonos truenos desguazan la bóveda celeste, cruelmente lacerada por innumerables y cegadores relámpagos. El tremendo diluvio humedece la viscosa piel de la imponente figura que se alza completamente inmóvil en la cima de la oscura columna. Cada rayo ilumina por un instante el tono verdoso de su piel, reluciente a causa de la lluvia, sobre la que destacan sus abultadas venas repletas de ponzoñosa sangre negruzca. Su lacia melena negra descansa sobre sus hercúleos hombros. Su nariz, afilada y aguileña, como el pico de un ave rapaz, se erige en el centro de un rostro de facciones crueles pero serenas, facciones de predador, facciones de asesino. Bajo sus densamente pobladas cejas, sus ojos permanecen cerrados. Al igual que los ojos de la temible Gorgona, se trata de ojos cuya horripilante mirada casi podría convertir en piedra al desdichado que tuviese la desgracia de cruzar su mirada con la del monstruo. Solo casi, porque el monstruo tiene otros planes para ella. Planes que llevarán su tiempo.

El último rayo y su fragoroso acompañante el trueno, detonan simultáneamente junto con la apertura fortuita de esos dos pozos de iniquidad. Dos negras pupilas, tan negras como el alma que anima la odiosa e insoportable mirada, enmarcados por un disco de un prístino blanco surcado por negros capilares. El iris es de un rojo brillante, capaz de iluminar la oscuridad de la noche. Y también está el odio. Un odio profundo, primitivo, visceral, radical. Todo el odio que la mente humana puede concebir. Y todavía más odio que no puede ser imaginado o expresado, pero sí sentido. Sentido cuando esos dos faros infernales taladren el alma de su desdichada víctima. Un odio contagioso como el más virulento de los gérmenes, contagio que provoca que la víctima se deteste tanto a sí misma que participe gustosamente en su pavorosa inmolación.

El estilita todavía permanece quieto unos instantes, saboreando con reverencia la llegada de tan anhelado momento, en una suerte de rastrera acción de gracias por el aniquilador presente que constituye su libertad. A continuación, lenta y parsimoniosamente, la vil sabandija comienza a descender reptando por su vítreo basamento. Cuando la fantástica bacanal de destrucción haya terminado incluso con su perpetrador, columna y estilita se vaporizarán, desapareciendo por completo del universo, sin dejar rastro alguno de su funesta existencia. Las campanas de los pueblos y ciudades colindantes tocan a rebato, sin que medie la intervención de mano alguna. Se trata de un mensaje ancestral de aviso, pues el Bien no puede renunciar a mostrar algún atisbo de Piedad. Tal vez la primera casa que visite sea la tuya. Tal vez sea la última. Quizás incluso tengas la suerte de no participar en su macabro sorteo. Pero solo quizás.

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