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martes, 26 de septiembre de 2017

La democracia y sus versiones

Si está claro que la democracia se ha convertido en el sistema político modelo para el mundo civilizado, creo que también lo está el que existen infinidad de interpretaciones de lo que es o en que debe consistir. La palabra democracia también se ha convertido, como todo lo que acaba simbolizando un ideal del bien, en una especie de fetiche político sagrado que basta con invocar para hacer bueno cualquier discurso.

Democracia y colaboración
Democracia y colaboración entre todos

Aunque podemos hacer el ejercicio escolar, y un tanto autoritario, de recurrir al diccionario para “saber” qué es lo que quiere decir el término, creo que el hecho de que nuestra civilización lleve varios siglos basada en la democracia, junto con el de haber nacido y/o habernos criado en sistemas democráticos, nos debería autorizar y capacitar a todos para poder reflexionar sobre este sistema sin necesidad de recurrir a ayudas externas.

Por ello, no voy a comenzar con el habitual resumen de la historia de la democracia, que se puede encontrar en innumerables obras que la exponen mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo, de entre las cuales puedo recomendar, por ejemplo, Libertad para el pueblo, de John Dunn, sino que voy a ir directamente al grano, examinando las diferentes versiones y matices que observo en la sociedad, junto con los míos propios, del concepto de democracia.

Comencemos con lo que parece que está más claro acerca de un sistema democrático, que se trata de algo así como del “gobierno de todos”. Mucha gente prefiere utilizar el término pueblo en lugar de todos, pero esta palabra también se ha convertido en un fetiche político y se ha ido cargando de connotaciones que considero que la hacen cada vez más inapropiada para hablar de democracia. En este contexto, pueblo se asocia demasiadas veces con la llamada “gente común”, denotando una especie de elitismo a la inversa en el que se invoca la justicia social y la simple cantidad numérica en lugar de, por ejemplo, la nobleza y la alcurnia, para justificar el derecho de predominio de un sector de la sociedad sobre el resto. A lo largo de la historia, el elitismo, la tiranía y el autoritarismo han sido las formas de gobierno predominantes. El hecho de que, al final, se haya ido derivando hacia formas de gobierno más plurales e igualitarias se debe, más que a una ardua lucha social de los débiles, a un debilitamiento sistemático de las formas de dominio tradicionales debido a la corrupción y a los abusos que conllevan. El supuesto origen divino, noble o incluso popular de las élites dominantes nunca ha impedido su degeneración debida a la ambición, la codicia, el miedo y un largo etcétera de vicios. El supuesto pacto social implícito en estos sistemas se ha incumplido invariablemente y los dominados han terminado expulsando del poder a los dominantes cuando se han visto lo suficientemente fuertes como para terminar de derribar los cimientos ya podridos del sistema. El hecho de que, incluso cuando la intención es implantar un modelo basado en los parámetros opuestos al elitismo, muchos grupos acaben pretendiendo hacerlo derivar de nuevo en esta dirección, ilustra lo arraigada que está en el ser humano la idea de dominio y sumisión, que es una de las barreras más altas a superar si pretendemos realmente que el término “gobierno de todos” denote algo más que palabrería ideológica vacía.

Lo primero que busca cualquier sistema político es legitimidad. Lo más socorrido es y ha sido siempre recurrir a la triquiñuela de los valores y dogmas eternos y sublimes, como pueden ser los dioses, la historia o la justicia. Como estos conceptos solo existen en nuestra mente (en principio, la historia sí que ha existido, pero la interpretación y el uso político que se hace de ella está a menudo más cerca de la metafísica que de la física), los podemos definir a placer, y su sentido queda determinado por el que le dé el grupo que consigue hacerse con el poder. Aunque la democracia también suele utilizar la defensa de todo tipo de valores humanitarios abstractos para legitimarse, creo que estas justificaciones a priori no hacen más válida o legítima la democracia que cualquier otro sistema que también tenga su base en valores igualmente abstractos, al margen de que nos gusten o nos disgusten. Desde mi punto de vista, la legitimidad de un sistema político se da siempre a posteriori. Un sistema político debe ser sostenible de manera indefinida en el tiempo y, aunque existan a lo largo de ese tiempo variaciones entre las ventajas que ofrece a unos u otros ciudadanos, todos deben estar de acuerdo en que, con las reformas necesarias, ese es el sistema político que quieren continuar teniendo, y esto, la voluntad de los individuos que lo componen, es lo que le da la verdadera legitimidad al sistema. En este sentido, puesto que la democracia asume la participación de todos como principio, es el sistema que puede alcanzar el mayor grado de legitimidad política.

Pero el derecho de participación no es suficiente. Uno de los tópicos más manidos y simplistas sobre la democracia es el que la presenta como “lo de votar”. Parece que, para que algo se pueda etiquetar de democrático, tiene que haber alguna votación por medio. Lo contrario también vale, si quieres conseguir algo, se vota y punto, si no te lo admiten, se están cargando la democracia. A mi modo de ver, se trata de una visión absolutamente simplista, como la que lleva hoy en día a confundir la ciencia con la estadística. Es cierto que la votación siempre ha sido una herramienta política para la toma de decisiones (aunque no privativa de la democracia), pero una decisión no es mejor porque se tome como resultado de una votación. Una votación es algo que está entre una decisión tomada en base al conocimiento, la experiencia y la inteligencia y el lanzamiento de una moneda al aire o cualquier otro proceso aleatorio. Solo tiene verdadero sentido cuando no existe otra manera mejor de tomar la decisión o si se trata de una cuestión indecidible. Muchas de las decisiones importantes que se toman en una democracia no son el resultado de ninguna votación, como por ejemplo quién va a ejercer la medicina u otras tareas fundamentales, sino el resultado de un duro trabajo por parte de los candidatos y de un proceso de selección por parte de personas con una autoridad reconocida.

La calidad de las decisiones tomadas por votación dependerá de la calidad de las propuestas que se votan y de la autoridad de los votantes, entendida como conocimiento, información, experiencia y responsabilidad sobre el tema que se vota.

En una democracia, siempre existe un gobierno y unas instituciones que concentran el poder, este poder les es conferido por el conjunto de la sociedad y proporciona a las instituciones la capacidad de realizar las diferentes tareas que tienen encomendadas. Puesto que todo esto es el resultado de unas elecciones, la calidad de la política estará fuertemente correlacionada con la calidad de los votantes, es decir, con su autoridad. La autoridad, a diferencia del poder, no se puede conferir, es una propiedad de cada individuo, que la desarrolla del mismo modo que desarrolla su personalidad. Se trata del único medio existente para contrapesar y equilibrar de manera efectiva el ejercicio del poder. En sociedades con poca autoridad, el poder normalmente se extralimitará y se producirán más casos de abuso y de corrupción, los necesarios filtros de acceso y selección no funcionarán correctamente y será más sencillo manipular a la población, lo que da lugar a una reducción mayor de la autoridad, y se entra en una espiral descendente que puede llegar a ser bastante peligrosa.

Para tratar de paliar estas incapacidades y abusos que se dan en todas las sociedades democráticas, donde el grado real de implicación es siempre limitado, existe un mecanismo imprescindible, el estado de derecho. Éste viene a ser un sustituto de la autoridad que la ciudadanía no puede o no está dispuesta a desarrollar y que delega en las leyes y el sistema de justicia. Aunque está claro que cuanto mejor funcione el estado de derecho mejor funcionará la democracia, lo que no tengo tan claro es que éste pueda sostenerse sin tener como fundamento también la autoridad de la ciudadanía. La soberanía popular en las democracias no es solo un cliché para aparentar y quedar bien. La famosa democracia representativa puede derivar en un sistema elitista más, donde los partidos políticos acaban controlándolo todo, desde las instituciones hasta la opinión pública, y el estado de derecho por sí mismo no parece tener demasiado éxito a la hora de frenar esta deriva. Si el soberano no cumple con sus obligaciones, el estado no es sostenible y deriva en anarquía. No en la utópica y romántica de los mitos ideológicos, sino en la única real y posible, la que nace de la falta de autoridad que legitime el poder.

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