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viernes, 5 de abril de 2019

El peso de la consciencia

Si hay algo en nuestra mente que percibimos en todo momento es la sensación de ser uno mismo y de estar en el lugar en el que estamos, es decir, la consciencia de nuestro estado interno y de nuestro entorno. De hecho, en caso de que esto no sea así, decimos que estamos en presencia de un trastorno mental. También es posible entrar en un bucle de pensamientos que acapara toda nuestra atención sobre una determinada cuestión, en general de manera angustiosa, cayendo en un estado que denominamos obsesión.

Como estamos centrados en nuestro pensamiento consciente, lo que llamamos el yo, nuestra identidad, pensamos que el resto del organismo es simplemente una especie de estructura dedicada a su mantenimiento vital y una especie de vehículo para moverse por el mundo y manipularlo para cubrir nuestras necesidades. Esta visión egocéntrica produce además en muchas personas una necesidad de considerar que su vida tiene que tener algún sentido, que debe existir un buen motivo para su existencia, lo que suele inducir a iniciar una búsqueda de explicaciones trascendentes entre las múltiples escuelas filosóficas o religiosas disponibles, o incluso a crear uno mismo su propia escuela. De nuevo, este sentimiento resulta tan intenso en alunas personas, que puede llevar a estados depresivos por no encontrar respuestas satisfactorias o a delirios de grandeza y megalomanía por encontrar respuestas que lo son en demasía.

Lo cierto es que da la sensación de que los árboles no nos dejan ver el bosque. No hay que olvidar que, en realidad, somos una colonia de células; nuestra evolución comenzó hace millones de años, cuando se formaron los primeros protobiontes, los antecesores de las células procariotas, que dieron lugar a las eucariotas, el tipo de célula que conforma nuestro organismo. Las células pueden vivir perfectamente por sí mismas, ni siquiera necesitan una pareja para reproducirse, pues lo pueden hacer dividiéndose en dos individuos iguales. Tampoco consideramos que tengan nada remotamente parecido a lo que consideramos consciencia, y sin embargo han dado lugar, mediante ingeniosas asociaciones y diferenciaciones, a toda la gama de organismos pluricelulares que pueblan o han poblado el planeta.

Las células generalmente no viven aisladas, sino formando colonias. La presión medioambiental puede hacer que estas colonias se compacten y generen sustancias y estructuras moleculares que les permitan defenderse y sobrevivir en un medio hostil. Los genes que determinan la estructura y el funcionamiento de la célula pueden sufrir cambios o mutaciones que dan lugar a diferentes linajes con diferentes capacidades, lo que permite la adaptación al medio y la selección natural. Todo esto ha tenido como consecuencia que algunas asociaciones de células se han vuelto permanentes, formando los llamados organismos pluricelulares.

En un organismo pluricelular, todas las células poseen el mismo código genético; sin embargo, existen diferentes tipos de células que desempeñan diferentes funciones y constituyen órganos y estructuras diferenciadas, que hacen al organismo pluricelular mucho más versátil y poderoso que cualquier célula individual. Esto es debido a que los genes pueden estar activos o inactivos, de manera que con un mismo conjunto se pueden formar innumerables combinaciones diferentes de genes activos. La gran mayoría de estos órganos y estructuras están ahí porque tienen una gran utilidad o son imprescindibles para el soporte vital y el éxito del individuo: raíces, hojas, huesos, ojos, venas, plumas, flores, frutos, patas, y un larguísimo etcétera.

Los primeros organismos pluricelulares se reproducían también de manera asexuada, sin necesidad de la participación de otro individuo. Simplemente, sus células generaban un individuo idéntico que se desprendía y comenzaba su andadura como organismo independiente. Hoy en día todavía existen seres vivos que se reproducen de esta manera, como la hidra de agua dulce, las esponjas o las medusas. Sin embargo, actualmente la forma de reproducción más común entre los seres pluricelulares es la reproducción sexual, en la que participan dos individuos aportando cada uno la mitad del código genético, lo que permite generar una mayor diversidad de combinaciones, añadiendo el cruzamiento de genes a la mutación. Esto también trae consigo que las diferentes especies necesitan diferenciar dos sexos, bien en el propio organismo, como sucede con algunas plantas, o bien en individuos diferentes. La reproducción sexual es otra de las capacidades desarrolladas por las células que facilitan su propagación y supervivencia.

La consciencia tiene mucho peso sobre nosotros
La consciencia tiene mucho peso sobre nosotros

De este modo, podemos ver que, a base de especialización y de cambios en la información genética, se van formando nuevos tejidos que permiten al organismo realizar nuevas funciones. Las neuronas que forman nuestro sistema nervioso son una de estas especializaciones celulares, y nuestro yo, que procede de la actividad conjunta de las neuronas (o al menos eso es lo único que se puede afirmar sobre una base científica), es una de estas funciones que la comunidad celular utiliza para su supervivencia.

Desde esta perspectiva, no es el cuerpo el que está al servicio de la mente, sino la mente la que está al servicio del cuerpo. De hecho, existen muchos procesos mentales que no forman parte de lo que consideramos la consciencia, y que probablemente compartimos con otras especies animales sin demasiados cambios. Estos procesos inconscientes interactúan de manera que poco a poco se van generando sensaciones más y más acentuadas que se van empezando a percibir conscientemente, interactuando a su vez para producir sensaciones más intensas que conforman emociones y sentimientos, para culminar con las sensaciones que conforman nuestra distintiva mente racional, como la sensación de certeza, duda, conocimiento, o las correspondientes a todos nuestros conceptos abstractos, incluyendo los simbolismos que dan lugar al lenguaje con el que nos comunicamos. Se ha comprobado que, ante cualquier estímulo, se producen reacciones neuronales milisegundos antes de que seamos conscientes de dicho estímulo; también se ha comprobado que los procesos neuronales que dan lugar a la realización de una acción intencionada comienzan antes de que seamos conscientes de que efectivamente deseamos realizar dicha acción.

Pero la cosa no es tan simple como unas células construyendo un cerebro con una consciencia y dándole órdenes como si estuvieran conduciendo uno de esos robots gigantes de las películas japonesas. Las células en realidad no saben nada de cerebros ni de consciencias; el sistema funciona porque ha ido mejorando con el tiempo y permitiendo que el organismo siga existiendo y extendiéndose por el planeta. La mente es como una especie de instrumento de exploración y de guía de alto nivel, y proporciona al organismo información que vuelve desde este nivel superior a los niveles inferiores, siguiendo el camino inverso: de sensaciones completamente conscientes a sensaciones inconscientes que desencadenan mecanismos bioquímicos como la producción de hormonas o la activación de las defensas.

Que la mente actúa sobre el cuerpo lo podemos comprobar por los llamados efecto placebo y nocebo; podemos desencadenar procesos curativos o mórbidos simplemente por sugestión o mediante creencias. En el libro Placebo, Dylan Evans desarrolla en profundidad lo que sabemos sobre este tema, por si te interesa.

La interacción entre la mente y el cuerpo no se limita solo a los procesos biológicos básicos; los procesos racionales de alto nivel también están estrechamente conectados con procesos que ocurren a niveles más básicos, incluso inconscientes. Esto es algo que está en el origen de todos nuestros sesgos cognitivos. Hace ya tiempo que se abandonó la idea de que el ser humano puede ser gobernado enteramente por la razón; muchas veces son emociones más básicas las que dominan y deciden. Sobre esto puedes leer La mente de los justos, de Jonathan Haidt.

Así pues, desde esta perspectiva, no somos tan trascendentes como nos encanta considerarnos. De hecho, tenemos una mente tan ruidosa y alborotadora que muchas veces enmascara muchas de las señales que debemos tener en cuenta para conservarnos en buen estado, o devuelve una información al organismo bastante poco recomendable para nuestro bienestar. Nuestro organismo es una colaboración entre unos seres muy versátiles, aunque totalmente ignorantes de lo que nos rodea, nuestras células, y un ser que posiblemente ni siquiera tenga existencia física como tal, nuestra consciencia, lo que llamamos el yo. Debemos aprender a colaborar con el resto de nuestro organismo haciendo nuestro trabajo de la mejor manera posible, y, para eso, no hay nada mejor que seguir la antigua máxima: “conócete a ti mismo”.

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