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sábado, 27 de enero de 2018

Para aprender a mandar hay que aprender a obedecer

Esta es una frase, o más bien idea, muy conocida y repetida en relación con muchas de las actividades que desarrollamos habitualmente. Podemos encontrar esta idea expresada en la Política de Aristóteles, aunque algunos la atribuyen a Solón. En este artículo, voy a tratar de comentarla en su aplicación al ámbito de la educación, en concreto a las etapas obligatorias de la misma.

Para aprender a mandar primero hay que aprender a obedecer
Para aprender a mandar primero hay que aprender a obedecer

En el libro La conjura de los ignorantes, de Ricardo Moreno Castillo, se hace una defensa de este principio, para oponerlo a la idea del empoderamiento de los alumnos, algo que considera un despropósito y una invitación al caos que hace imposibles las tareas tanto de enseñar como de aprender. Esto a su vez le convierte, a los ojos de sus oponentes, en una especie de carca carpetovetónico partidario del autoritarismo más rancio.

En lugar de presentar este dilema como una especie de guerra entre las fuerzas de la anarquía liberadora de las pesadas cargas de la civilización contra los ogros cavernícolas despóticos y esclavistas, vamos a tratar de adoptar un punto de vista más realista y más cercano al que pueden sostener las personas reales partidarias de estas posturas, frente al clásico recurso al tópico hiperbólico para tratar de aparentar ser mucho más razonables que nuestros enloquecidos contrarios, tan típico de muchas de nuestras discusiones.

Comencemos con la cuestión del mando y la obediencia. Se trata de un eje alrededor del que han girado las sociedades humanas desde el principio de los tiempos, desde la tribu hasta el imperio. Son conceptos que tienen que ver con el poder, mediante el cual la sociedad se organiza de manera jerárquica, en la que todos de alguna manera mandan a los que están por debajo y obedecen a los de arriba. Incluso el gobernante máximo tiene que obedecer, puesto que el poder no le viene de ser un superhombre, sino que siempre le es conferido por un grupo que a su vez tiene el poder de destituirlo o incluso eliminarlo. Es evidente que, en una sociedad así, donde todos mandan y obedecen a la vez, es necesario aprender las dos cosas, y lo normal es empezar por la obediencia.

Esto ha sido siempre así especialmente para los niños. Los adultos son sus superiores jerárquicos y deben obedecerles, porque ellos saben lo que les conviene. Los niños también establecen entre sí jerarquías más o menos oficiales. Los niños mayores mandan sobre los más pequeños, los fuertes sobre los débiles, etc.

Todo esto puede parecer muy lógico y de sentido común, tanto que parece que no existe alternativa posible. De hecho, si criticamos un sistema basado en el mando y la obediencia, automáticamente parece que estamos pregonando uno basado en la desobediencia y la anarquía. Sin embargo, esta es una forma un tanto maniquea de plantear el asunto: Obediencia o caos, ¿quién elegiría lo segundo? Pero la contraposición correcta a la obediencia no es la desobediencia, con esto no te sales del sistema autoritario, sino la autonomía. Uno es capaz de tomar decisiones correctas por sí mismo, sin que tengan que ordenarte hacer las cosas o hacerlas de determinada manera, y sin invadir la esfera de libertad del resto de las personas. Todos sabemos lo mucho que fastidia que nos ordenen hacer algo que estábamos a punto de hacer de todas formas.

Y este es el objetivo que creo que hoy en día tienen la mayoría, si no la totalidad, de los educadores, tengan la ideología que tengan. Nadie quiere formar ciudadanos sumisos y serviles, ese mundo ya casi ha desaparecido, sino ciudadanos autónomos capaces de sacar provecho para sí mismos y para los demás del ejercicio de sus derechos. El problema es cómo se consigue llegar a ser autónomo, partiendo de una situación de indefensión, ignorancia y dependencia total, como es el caso de los niños. Existen dos tendencias contrapuestas que pretenden lograr esto, una está basada en el mando y la obediencia, la otra en el razonamiento.

Los partidarios del razonamiento consideran que a los niños se les deben explicar las cosas hasta que las comprendan y las asuman como válidas, dejarles experimentar las alternativas bajo una cierta supervisión. Son partidarios de una actitud más activa por parte del niño. Más que sus superiores, pretenden ser sus consejeros. Los partidarios de la obediencia y el mando, por su parte, consideran que esto es muy bonito, pero se trata de una quimera. No se puede razonar con alguien que no tiene el conocimiento y la experiencia suficiente para hacerlo. Tampoco se puede esperar que el niño vaya a querer colaborar siempre o tenga interés por lo que tratamos de hacerle comprender, por lo que es necesario tener un cierto poder para obligarle, por su propio bien, a colaborar.

Esto quizás parte de una idea un tanto falaz acerca de en qué consiste el acto de razonar. En lógica formal, se parte de unas premisas verdaderas y, mediante diferentes operaciones lógicas, se consiguen unas conclusiones, de manera que la verdad de las premisas se transfiere a las conclusiones. Pero esto solo es válido en el mundo de la lógica formal, en el mundo abstracto de las matemáticas. La lógica y el razonamiento humanos están cargados de premisas indecidibles, esto es, sin un valor claro de verdad o falsedad. Nuestro razonamiento es más bien una especie de ritual de relaciones interpersonales basado en la persuasión. En lugar del poder, intentamos utilizar la autoridad.

El objetivo en ambos casos es el mismo, pretendemos que el otro haga algo con la finalidad de que aprenda lo que le queremos enseñar, lo que cambia es el método utilizado para conseguirlo. Usar el poder es el método más sencillo, ya que es el sistema el que te proporciona los medios para ejercerlo en la medida necesaria. Pero esto requiere, claro está, que el sistema esté por la labor de hacer las cosas de esta manera. El educador también debe estar cualificado, en cualquier caso, para ejercer este poder de manera óptima, ya que se le ha conferido para educar, no para someter. Por otra parte, la autoridad no se puede conferir, se desarrolla o no se desarrolla, es una propiedad del individuo, y es muy costosa de adquirir, requiere de mucho trabajo y experiencia. También requiere de un contexto en el que esa autoridad sea percibida y reconocida. Un sabio entre imbéciles es un imbécil más. Cualquiera puede darse cuenta de la superioridad de la autoridad respecto al poder, pero esto no nos convierte en autoridades, lo mismo que ver las estrellas no nos convierte en astrónomos.

Y esta es la tesitura en la que creo que se encuentra la educación actualmente. Buena parte de la sociedad rechaza el sistema basado en el poder, desconfiando incluso de su uso razonable. Venimos de un mundo mucho más autoritario, que no ha sido capaz de cumplir las promesas que realizó a cambio de la obediencia. Hemos tenido recientemente dos guerras mundiales para librarnos de diferentes formas de autoritarismo, y casi hemos tenido una tercera que pudo haber acabado con la humanidad entera. Por otro lado, la autoridad parece que ni está ni se la espera. El mundo actual, frenético y consumista, no es el mejor caldo de cultivo para desarrollarla. Hay quien dirá que tenemos suficiente autoridad en los clásicos, la tradición y los grandes pensadores, pero esto es simplemente más autoritarismo. Para que la autoridad funcione debe estar viva, debe estar implementada por personas vivas, se debe ejercer activamente. Lo otro es confundir las fuentes de la autoridad con la autoridad misma. Aristóteles era una autoridad en su tiempo, qué duda cabe, pero ahora ya no puede hablar por sí mismo, ni debemos permitir, aunque solo sea por respeto, que nadie se arrogue el hablar en su nombre. Podemos asimilar sus enseñanzas, eso sí, para poder desarrollar nuestra propia autoridad y hablar por nosotros mismos, o, al menos, entender a los que lo hacen de manera que la autoridad pueda hacerse efectiva. La autoridad, a mi modo de ver, no consiste solo en el conocimiento, sino en la capacidad de transmitirlo. Generar respeto por el conocimiento a través del respeto que podemos generar hacia nosotros mismos, algo llamado carisma. Pero esto requiere de mucho trabajo y dedicación, parece ser que demasiado. Si la buena educación resulta ser una utopía, ¿a qué se supone que estamos aspirando cuando intentamos reformarla y mejorarla?

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